martes, 31 de diciembre de 2019

un poema de Javier Bello

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no es traducible el hueso, lo que viene después del hueso, paloma sometida dentro del cadáver. la mano donde cabe la mano que hizo todo el fuego, la imagen cuando cae en la sombra adivina la crueldad de los restos, pianos elementales contra el objeto norte, contra el fragmento alzado. los dedos muertos crecen en el bosque, el árbol acaba de parir piedra a la espalda, té de espinas en la cabeza del pastor, pozo allegado al misterio. no puedo traducir el señuelo, el hocico de los largos inviernos, esta lluvia que acorta las distancias, moja el hospicio de los muertos. un rostro no es traducible, el horizonte no es traducible, tu rostro verónica en las manos no dice nada al humo en el camino, no habla entre los sexos espontáneos. hay un suicidio, hay algo entre las piernas. una boca en el agua me sonríe, un alto filamento abre las puertas, pero muestra los dientes y se cierra

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BELLO, Javier (2016) No es traducible el hueso. Muestra poética. Lima, Perú: Editorial Toé, p. 34

lunes, 30 de diciembre de 2019

La partida

La partida
MARIANO LINO URQUIETA

Ya me voy a una tierra lejana,
A un país donde nadie me espere,
Donde nadie sepa que yo muera,
Donde nadie por mí llorará.

Ay, qué lejos me lleva el destino,
Como hoja que el viento arrebata.
Ay de mí, tú no sabes, ingrata,
Lo que sufre este fiel corazón.

Bajaré silencioso a la tumba
A embargar mi perdido sosiego...
De rodillas, mi bien, te lo ruego
Que a lo menos te acuerdes de mí.

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Texto encontrado aquí. Y aquí, la interpretación de Los Dávalos:


lunes, 16 de diciembre de 2019

cielo



Estancias (9)
JAVIER SOLOGUREN

Árbol, altar de ramas,
de pájaros, de hojas,
de sombra rumorosa;
en tu ofrenda callada,
en tu sereno anhelo,
hay soledad poblada
de luz de tierra y cielo.

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Texto encontrado aquí.

lunes, 9 de diciembre de 2019

palabras







































Un poema de Odysséas Elýtis

Hacia un país lejano y sin pecado ahora marcho.
Ahora me acompañan ligeras criaturas
con auroras en el cabello boreales
y suave doradura en la epidermis.
Por las hierbas avanzo, con la rodilla como proa
y mi aliento expulsa de la faz de la tierra
los ovillos últimos del sueño.
Y los árboles marchan a mi lado, en contra de los vientos.
Grandes misterios veo y extraños :
Fuente, escondite de Elena.
Tridente con delfín, la señal de la Cruz.
Puerta blanca, la impía alambrada.
Por donde he de pasar glorioso.
Las palabras que me traicionaron, con bofetadas
se hacen mirtos y palmas
que repican ¡Hosanna el que viene!
Como placer de frutas veo la privación.
Sesgados olivares con un poco de azul entre los dedos
los años de la ira detrás de los barrotes.
Y playa ilímite, empapada en sortilegios de ojos bellos,
el fondo de la Marina.
Por donde puro marcharé.
Las lágrimas que me traicionaron, con humillaciones
se hacen brisas y pájaros sin tarde
que repican ¡Hosanna el que viene!
Hacia un país lejano y sin pecado ahora marcho.



De «Dignum est» – 1959
Traducción de Jorge Páramo Pomareda
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Texto encontrado aquí.

domingo, 24 de noviembre de 2019

bendiciones antes de comer y beber/ con cada sorbo y cada migaja, dar las gracias

  • "Bendito eres Tú, Hashem nuestro Di-s, Rey del Universo, que crea el fruto del árbol" (antes de comer un fruto de un árbol)
  • "Bendito eres Tú, Hashem nuestro Di-s, Rey del Universo, que crea el fruto de la tierra” (antes de comer verduras o frutas que crecen en la tierra)
  • "Bendito eres Tú, Hashem nuestro Di-s, Rey del Universo, que crea distintas clases de comidas” (antes de comer algo hecho con harina de trigo, cebada, avena, espelta o centeno, pero que no es pan) 
  • "Bendito eres Tú, Hashem nuestro Di-s, Rey del Universo, que crea el fruto de la vid” (antes de beber vino o jugo de uvas)
  • "Bendito eres Tú, Hashem nuestro Di-s, Rey del Universo que saca el pan de la tierra” (antes de comer pan)
  • "Bendito eres Tú, Hashem nuestro Di-s, Rey del Universo, por cuya palabra todo fue creado” (antes de comer todo lo demás –por ej., lácteos, carne, huevos– y para las bebidas)
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Contenido encontrado aquí.

lunes, 18 de noviembre de 2019

sabe a miel



Por primera vez
LOLE Y MANUEL

Por primera vez, por primera vez
Me he senti'o hombre sin saber por qué
Por primera vez, por primera vez
Me he senti'o hombre sin saber por qué
Seguramente tú tienes la culpa 
                                               por ser tan mujer

***
Yo vengo a darte los recuerdos de un hombre que conocí
Vive, vive pero siempre vive acordándose de ti
Me lo encontré en el camino y nos hicimos hermanos
Le invité a que subiera al lomo de mi caballo
Y en una venta, tomando vino y más vino
A mi hermano de camino le escuché dos o tres letras
"Mi novia se llama Estrella y tiene un firmamento 
                                                                                 solito pa' ella"
***

Solo te besé una vez
Y cuando pienso en tu beso 
mi boca me sabe a miel
Anoche soñé contigo
Fue como un cuento de hadas
Yo era el príncipe del cuento
Y tú la reina encantada
Yo te besaba tu boca
Y tú mi pelo acariciabas
Y las estrellas del cielo de felicidad lloraban
Cuando yo me desperté y vi que tú me faltabas
Quise quedarme dormi'
                                             pero el sol no me dejaba
***

Por la madruga'
Por la madruga'
Tu pecho de seda es pa' mí na' más
Y tú me besas la boca
Y tú me muerdes los labios
Y me ruegas y me lloras
Y tu vida es un agravio
¿Y qué culpa tengo yo si yo no puedo remediarlo?
Que te quiera es imposible porque yo 
                                              en mi corazón 
                                                       no mando

viernes, 15 de noviembre de 2019

y si de pronto



Preguntas y penumbras
CÉSAR CALVO SORIANO

¿Y si de pronto huyeran
el valor y el destino
-como alas- de este pájaro
que me lleva a los vientos
o a la muerte?
            Tal vez mañana mismo.

Si de pronto volara
de mi pecho
el corazón, cayera
como llave en un pozo:
¿tú abrirías la puerta, cruzarías
al umbral a mi paso señalado?
           Buscando entre los muertos

Es a ti a quien hablo,
a ti que creces
como una larga herida
en mi memoria, a ti que ignoras
como yo
los tatuajes de mi brazo. Es
a ti a quien hablo.
           El cuerpo del hermano.
Bajo mi cuerpo
tiéndete, acerca tus oídos
a la tierra: ¿Oyes cómo mis manos
te acarician, como el mar suena
todavía
desde tu corazón?
           Nuestro cuerpo encontremos.

Tras la puerta, otro fuego
devora las montañas,
los sueños
y los hombres. No digas
nunca: "hay tiempo,
hay tiempo". Tal vez
mañana mismo,
buscando entre los muertos
el cuerpo del hermano,
nuestro cuerpo encontremos.

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Texto encontrado aquí.
Leído por primera vez en: ESCOBAR, Alberto (prólogo, selección y notas). (1973). Antología de la poesía peruana. Tomo II. 1960-1973. Lima, Perú: Ediciones Peisa. pp. 24-25

lunes, 4 de noviembre de 2019

los cazarrecompensas


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Sensini
ROBERTO BOLAÑO

      La forma en que se desarrolló mi amistad con Sensini sin duda se sale de lo corriente. En aquella época yo tenía veintitantos años y era más pobre que una rata. Vivía en las afueras de Girona, en una casa en ruinas que me habían dejado mi hermana y mi cuñado tras marcharse a México y acababa de perder un trabajo de vigilante nocturno en un cámping de Barcelona, el cual había acentuado mi disposición a no dormir durante las noches. Casi no tenía amigos y lo único que hacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar, momento en el cual mi cuerpo experimentaba algo semejante al jet-lag, una sensación de estar y no estar, de distancia con respecto a lo que me rodeaba, de indefinida fragilidad. Vivía con lo que había ahorrado durante el verano y aunque apenas gastaba mis ahorros iban menguando al paso del otoño. Tal vez eso fue lo que me impulsó a participar en el Concurso Nacional de Literatura de Alcoy, abierto a escritores de lengua castellana, cualquiera que fuera su nacionalidad y lugar de residencia. El premio estaba divido en tres modalidades: poesía, cuento y ensayo. Primero pensé en presentarme en poesía, pero enviar a luchar con los leones (o con las hienas) aquello que era lo que mejor hacía me pareció indecoroso. Después pensé en presentarme en ensayo, pero cuando me enviaron las bases descubrí que éste debía versar sobre Alcoy, sus alrededores, su historia, sus hombres ilustres, su proyección en el futuro y eso me excedía. Decidí, pues, presentarme en cuento y envié por triplicado el mejor que tenía (no tenía muchos) y me senté a esperar
       Cuando el premio se falló trabajaba de vendedor ambulante en una feria de artesanía en donde absolutamente nadie vendía artesanías. Obtuve el tercer accésit y diez mil pesetas que el Ayuntamiento de Alcoy me pagó religiosamente. Poco después me llegó el libro, en el que no escaseaban las erratas, con el ganador y los seis finalistas. Por supuesto, mi cuento era mejor que el que se había llevado el premio gordo, lo que me llevó a maldecir al jurado y a decirme que, en fin, eso siempre pasa. Pero lo que realmente me sorprendió fue encontrar en el mismo libro a Luis Antonio Sensini, el escritor argentino, segundo accésit, con un cuento en donde el narrador se iba al campo y allí se le moría su hijo o con un cuento en donde el narrador se iba al campo porque en la ciudad se le había muerto su hijo, no quedaba nada claro, lo cierto es que en el campo, un campo plano y más bien yermo, el hijo del narrador se seguía muriendo, en fin, el cuento era claustrofóbico, muy al estilo de Sensini, de los grandes espacios geográficos de Sensini que de pronto se achicaban hasta tener el tamaño de un ataúd, y superior al ganador y al primer accésit y también superior al tercer accésit y al cuarto, quinto y sexto
       No sé qué fue lo que me impulsó a pedirle al Ayuntamiento de Alcoy la dirección de Sensini. Yo había leído una novela suya y algunos de sus cuentos en revistas latinoamericanas. La novela era de las que hacen lectores. Se llamaba Ugarte y trataba sobre algunos momentos de la vida de Juan de Ugarte, burócrata en el Virreinato del Río de la Plata a finales del siglo XVIII. Algunos críticos, sobre todo españoles, la habían despachado diciendo que se trataba de una especie de Kafka colonial, pero poco a poco la novela fue haciendo sus propios lectores y para cuando me encontré a Sensini en el libro de cuentos de Alcoy, Ugarte tenía repartidos en varios rincones de América y España unos pocos y fervorosos lectores, casi todos amigos o enemigos gratuitos entre sí. Sensini, por descontado, tenía otros libros, publicados en Argentina o en editoriales españolas desaparecidas, y pertenecía a esa generación intermedia de escritores nacidos en los años veinte, después de Cortázar, Bioy, Sabato, Mujica Lainez, y cuyo exponente más conocido (al menos por entonces, al menos para mí) era Haroldo Conti, desaparecido en uno de los campos especiales de la dictadura de Videla y sus secuaces. De esta generación (aunque tal vez la palabra generación sea excesiva) quedaba poco, pero no por falta de brillantez o talento; seguidores de Roberto Arlt, periodistas y profesores y traductores, de alguna manera anunciaron lo que vendría a continuación, y lo anunciaron a su manera triste y escéptica que al final se los fue tragando a todos
       A mí me gustaban. En una época lejana de mi vida había leído las obras de teatro de Abelardo Castillo, los cuentos de Rodolfo Walsh (como Conti asesinado por la dictadura), los cuentos de Daniel Moyano, lecturas parciales y fragmentadas que ofrecían las revistas argentinas o mexicanas o cubanas, libros encontrados en las librerías de viejo del D.F., antologías piratas de la literatura bonaerense, probablemente la mejor en lengua española de este siglo, literatura de la que ellos formaban parte y que no era ciertamente la de Borges o Cortázar y a la que no tardarían en dejar atrás Manuel Puig y Osvaldo Soriano, pero que ofrecía al lector textos compactos, inteligentes, que propiciaban la complicidad y la alegría. Mi favorito, de más está decirlo, era Sensini, y el hecho de alguna manera sangrante y de alguna manera halagador de encontrármelo en un concurso literario de provincias me impulsó a intentar establecer contacto con él, saludarlo, decirle cuánto lo quería
       Así pues, el Ayuntamiento de Alcoy no tardó en enviarme su dirección, vivía en Madrid, y una noche, después de cenar o comer o merendar, le escribí una larga carta en donde hablaba de ligarte, de los otros cuentos suyos que había leído en revistas, de mí, de mi casa en las afueras de Girona, del concurso literario (me reía del ganador), de la situación política chilena y argentina (todavía estaban bien establecidas ambas dictaduras), de los cuentos de Walsh (que era el otro a quien más quería junto con Sensini), de la vida en España y de la vida en general. Contra lo que esperaba, recibí una carta suya apenas una semana después. Comenzaba dándome las gracias por la mía, decía que en efecto el Ayuntamiento de Alcoy también le había enviado a él el libro con los cuentos galardonados pero que, al contrario que yo, él no había encontrado tiempo (aunque después, cuando volvía de forma sesgada sobre el mismo tema, decía que no había encontrado ánimo suficiente) para repasar el relato ganador y los accésits, aunque en estos días se había leído el mío y lo había encontrado de calidad, «un cuento de primer orden», decía, conservo la carta, y al mismo tiempo me instaba a perseverar, pero no, como al principio entendí, a perseverar en la escritura sino a perseverar en los concursos, algo que él, me aseguraba, también haría. Acto seguido pasaba a preguntarme por los certámenes literarios que se «avizoraban en el horizonte», encomiándome que apenas supiera de uno se lo hiciera saber en el acto. En contrapartida me adjuntaba las señas de dos concursos de relatos, uno en Plasencia y el otro en Écija, de 25.000 y 30.000 pesetas respectivamente, cuyas bases según pude comprobar más tarde extraía de periódicos y revistas madrileñas cuya sola existencia era un crimen o un milagro, depende. Ambos concursos aún estaban a mi alcance y Sensini terminaba su carta de manera más bien entusiasta, como si ambos estuviéramos en la línea de salida de una carrera interminable, amén de dura y sin sentido. «Valor y a trabajar», decía
       Recuerdo que pensé: qué extraña carta, recuerdo que releí algunas capítulos de Ugarte, por esos días aparecieron en la plaza de los cines de Girona los vendedores ambulantes de libros, gente que montaba sus tenderetes alrededor de la plaza y que ofrecía mayormente stocks invendibles, los saldos de las editoriales que no hacía mucho habían quebrado, libros de la Segunda Guerra Mundial, novelas de amor y de vaqueros, colecciones de postales. En uno de los tenderetes encontré un libro de cuentos de Sensini y lo compré. Estaba como nuevo —de hecho era un libro nuevo, de aquellos que las editoriales venden rebajados a los únicos que mueven este material, los ambulantes, cuando ya ninguna librería, ningún distribuidor quiere meter las manos en ese fuego— y aquella semana fue una semana Sensini en todos los sentidos. A veces releía por centésima vez su carta, otras veces hojeaba Ugarte, y cuando quería acción, novedad, leía sus cuentos. Éstos, aunque trataban sobre una gama variada de temas y situaciones, generalmente se desarrollaban en el campo, en la pampa, y eran lo que al menos antiguamente se llamaban historias de hombres a caballo. Es decir historias de gente armada, desafortunada, solitaria o con un peculiar sentido de la sociabilidad. Todo lo que en Ugarte era frialdad, un pulso preciso de neurocirujano, en el libro de cuentos era calidez, paisajes que se alejaban del lector muy lentamente (y que a veces se alejaban con el lector), personajes valientes y a la deriva
       En el concurso de Plasencia no alcancé a participar, pero en el de Écija sí. Apenas hube puesto los ejemplares de mi cuento (seudónimo: Aloysius Acker) en el correo, comprendí que si me quedaba esperando el resultado las cosas no podían sino empeorar. Así que decidí buscar otros concursos y de paso cumplir con el pedido de Sensini. Los días siguientes, cuando bajaba a Girona, los dediqué a trajinar periódicos atrasados en busca de información: en algunos ocupaban una columna junto a ecos de sociedad, en otros aparecían entre sucesos y deportes, el más serio de todos los situaba a mitad de camino del informe del tiempo y las notas necrológicas, ninguno, claro, en las páginas culturales. Descubrí, asimismo, una revista de la Generalitat que entre becas, intercambios, avisos de trabajo, cursos de posgrado, insertaba anuncios de concursos literarios, la mayoría de ámbito catalán y en lengua catalana, pero no todos. Pronto tuve tres concursos en ciernes en los que Sensini y yo podíamos participar y le escribí una carta
       Como siempre, la respuesta me llegó a vuelta de correo. La carta de Sensini era breve. Contestaba algunas de mis preguntas, la mayoría de ellas relativas a su libro de cuentos recién comprado, y adjuntaba a su vez las fotocopias de las bases de otros tres concursos de cuento, uno de ellos auspiciado por los Ferrocarriles del Estado, premio gordo y diez finalistas a 50.000 pesetas por barba, decía textualmente, el que no se presenta no gana, que por la intención no quede. Le contesté diciéndole que no tenía tantos cuentos como para cubrir los seis concursos en marcha, pero sobre todo intenté tocar otros temas, la carta se me fue de la mano, le hablé de viajes, amores perdidos, Walsh, Conti, Francisco Urondo, le pregunté por Gelman al que sin duda conocía, terminé contándole mi historia por capítulos, siempre que hablo con argentinos termino enzarzándome con el tango y el laberinto, les sucede a muchos chilenos
       La respuesta de Sensini fue puntual y extensa, al menos en lo tocante a la producción y los concursos. En un folio escrito a un solo espacio y por ambas caras exponía una suerte de estrategia general con respecto a los premios literarios de provincias. Le hablo por experiencia, decía. La carta comenzaba por santificarlos (nunca supe si en serio o en broma), fuente de ingresos que ayudaban al diario sustento. Al referirse a las entidades patrocinadoras, ayuntamientos y cajas de ahorro, decía «esa buena gente que cree en la literatura», o «esos lectores puros y un poco forzados». No se hacía en cambio ninguna ilusión con respecto a la información de la «buena gente», los lectores que previsiblemente (o no tan previsiblemente) consumirían aquellos libros invisibles. Insistía en que participara en el mayor número posible de premios, aunque sugería que como medida de precaución les cambiara el título a los cuentos si con uno solo, por ejemplo, acudía a tres concursos cuyos fallos coincidían por las mismas fechas. Exponía como ejemplo de esto su relato Al amanecer, relato que yo no conocía, y que él había enviado a varios certámenes literarios casi de manera experimental, como el conejillo de Indias destinado a probar los efectos de una vacuna desconocida. En el primer concurso, el mejor pagado, Al amanecer fue como Al amanecer, en el segundo concurso se presentó como Los gauchos, en el tercer concurso su título era En la otra pampa, y en el último se llamaba Sin remordimientos. Ganó en el segundo y en el último, y con la plata obtenida en ambos premios pudo pagar un mes y medio de alquiler, en Madrid los precios estaban por las nubes. Por supuesto, nadie se enteró de que Los gauchos y Sin remordimientos eran el mismo cuento con el título cambiado, aunque siempre existía el riesgo de coincidir en más de una liza con un mismo jurado, oficio singular que en España ejercían de forma contumaz una pléyade de escritores y poetas menores o autores laureados en anteriores fiestas. El mundo de la literatura es terrible, además de ridículo, decía. Y añadía que ni siquiera el repetido encuentro con un mismo jurado constituía de hecho un peligro, pues éstos generalmente no leían las obras presentadas o las leían por encima o las leían a medias. Y a mayor abundamiento, decía, quién sabe si Los gauchos y Sin remordimientos no sean dos relatos distintos cuya singularidad resida precisamente en el título. Parecidos, incluso muy parecidos, pero distintos. La carta concluía enfatizando que lo ideal sería hacer otra cosa, por ejemplo vivir y escribir en Buenos Aires, sobre el particular pocas dudas tenía, pero que la realidad era la realidad, y uno tenía que ganarse los porotos (no sé si en Argentina llaman porotos a las judías, en Chile sí) y que por ahora la salida era ésa. Es como pasear por la geografía española, decía. Voy a cumplir sesenta años, pero me siento como si tuviera veinticinco, afirmaba al final de la carta o tal vez en la posdata. Al principio me pareció una declaración muy triste, pero cuando la leí por segunda o tercera vez comprendí que era como si me dijera: ¿cuántos años tenés vos, pibe? Mi respuesta, lo recuerdo, fue inmediata. Le dije que tenía veintiocho, tres más que él. Aquella mañana fue como si recuperara si no la felicidad, sí la energía, una energía que se parecía mucho al humor, un humor que se parecía mucho a la memoria
       No me dediqué, como me sugería Sensini, a los concursos de cuentos, aunque sí participé en los últimos que entre él y yo habíamos descubierto. No gané en ninguno, Sensini volvió a hacer doblete en Don Benito y en Écija, con un relato que originalmente se titulaba Los sables y que en Écija se llamó Dos espadas y en Don Benito El tajo más profundo. Y ganó un accésit en el premio de los ferrocarriles, lo que le proporcionó no sólo dinero sino también un billete franco para viajar durante un año por la red de la Renfe
       Con el tiempo fui sabiendo más cosas de él. Vivía en un piso de Madrid con su mujer y su única hija, de diecisiete años, llamada Miranda. Otro hijo, de su primer matrimonio, andaba perdido por Latinoamérica o eso quería creer. Se llamaba Gregorio, tenía treintaicinco años, era periodista. A veces Sensini me contaba de sus diligencias en organismos humanitarios o vinculados a los departamentos de derechos humanos de la Unión Europea para averiguar el paradero de Gregorio. En esas ocasiones las cartas solían ser pesadas, monótonas, como si mediante la descripción del laberinto burocrático Sensini exorcizara a sus propios fantasmas. Dejé de vivir con Gregorio, me dijo en una ocasión, cuando el pibe tenía cinco años. No añadía nada más, pero yo vi a Gregorio de cinco años y vi a Sensini escribiendo en la redacción de un periódico y todo era irremediable. También me pregunté por el nombre y no sé por qué llegué a la conclusión de que había sido una suerte de homenaje inconsciente a Gregorio Samsa. Esto último, por supuesto, nunca se lo dije. Cuando hablaba de Miranda, por el contrario, Sensini se ponía alegre, Miranda era joven, tenía ganas de comerse el mundo, una curiosidad insaciable, y además, decía, era linda y buena. Se parece a Gregorio, decía, sólo que Miranda es mujer (obviamente) y no tuvo que pasar por lo que pasó mi hijo mayor
       Poco a poco las cartas de Sensini se fueron haciendo más largas. Vivía en un barrio desangelado de Madrid, en un piso de dos habitaciones más sala comedor, cocina y baño. Saber que yo disponía de más espacio que él me pareció sorprendente y después injusto. Sensini escribía en el comedor, de noche, «cuando la señora y la nena ya están dormidas», y abusaba del tabaco. Sus ingresos provenían de unos vagos trabajos editoriales (creo que corregía traducciones) y de los cuentos que salían a pelear a provincias. De vez en cuando le llegaba algún cheque por alguno de sus numerosos libros publicados, pero la mayoría de las editoriales se hacían las olvidadizas o habían quebrado. El único que seguía produciendo dinero era ligarte, cuyos derechos tenía una editorial de Barcelona. Vivía, no tardé en comprenderlo, en la pobreza, no una pobreza absoluta sino una de clase media baja, de clase media desafortunada y decente. Su mujer (que ostentaba el curioso nombre de Carmela Zajdman) trabajaba ocasionalmente en labores editoriales y dando clases particulares de inglés, francés y hebreo, aunque en más de una ocasión se había visto abocada a realizar faenas de limpieza. La hija sólo se dedicaba a los estudios y su ingreso en la universidad era inminente. En una de mis cartas le pregunté a Sensini si Miranda también se iba a dedicar a la literatura. En su respuesta decía: no, por Dios, la nena estudiará medicina
       Una noche le escribí pidiéndole una foto de su familia. Sólo después de dejar la carta en el correo me di cuenta de que lo que quería era conocer a Miranda. Una semana después me llegó una fotografía tomada seguramente en el Retiro en donde se veía a un viejo y a una mujer de mediana edad junto a una adolescente de pelo liso, delgada y alta, con los pechos muy grandes. El viejo sonreía feliz, la mujer de mediana edad miraba el rostro de su hija, como si le dijera algo, y Miranda contemplaba al fotógrafo con una seriedad que me resultó conmovedora e inquietante. Junto a la foto me envió la fotocopia de otra foto. En ésta aparecía un tipo más o menos de mi edad, de rasgos acentuados, los labios muy delgados, los pómulos pronunciados, la frente amplia, sin duda un tipo alto y fuerte que miraba a la cámara (era una foto de estudio) con seguridad y acaso con algo de impaciencia. Era Gregorio Sensini, antes de desaparecer, a los veintidós años, es decir bastante más joven de lo que yo era entonces, pero con un aire de madurez que lo hacía parecer mayor
       Durante mucho tiempo la foto y la fotocopia estuvieron en mi mesa de trabajo. A veces me pasaba mucho rato contemplándolas, otras veces me las llevaba al dormitorio y las miraba hasta caerme dormido. En su carta Sensini me había pedido que yo también les enviara una foto mía. No tenía ninguna reciente y decidí hacerme una en el fotomatón de la estación, en esos años el único fotomatón de toda Girona. Pero las fotos que me hice no me gustaron. Me encontraba feo, flaco, con el pelo mal cortado. Así que cada día iba postergando el envío de mi foto y cada día iba gastando más dinero en el fotomatón. Finalmente cogí una al azar, la metí en un sobre junto con una postal y se la envié. La respuesta tardó en llegar. En el ínterin recuerdo que escribí un poema muy largo, muy malo, lleno de voces y de rostros que parecían distintos pero que sólo eran uno, el rostro de Miranda Sensini, y que cuando yo por fin podía reconocerlo, nombrarlo, decirle Miranda, soy yo, el amigo epistolar de tu padre, ella se daba media vuelta y echaba a correr en busca de su hermano, Gregorio Samsa, en busca de los ojos de Gregorio Samsa que brillaban al fondo de un corredor en tinieblas donde se movían imperceptiblemente los bultos oscuros del terror latinoamericano
       La respuesta fue larga y cordial. Decía que Carmela y él me encontraron muy simpático, tal como me imaginaban, un poco flaco, tal vez, pero con buena pinta y que también les había gustado la postal de la catedral de Girona que esperaban ver personalmente dentro de poco, apenas se hallaran más desahogados de algunas contingencias económicas y domésticas. En la carta se daba por entendido que no sólo pasarían a verme sino que se alojarían en mi casa. De paso me ofrecían la suya para cuando yo quisiera ir a Madrid. La casa es pobre, pero tampoco es limpia, decía Sensini imitando a un famoso gaucho de tira cómica que fue muy famoso en el Cono Sur a principios de los setenta. De sus tareas literarias no decía nada. Tampoco hablaba de los concursos
       Al principio pensé en mandarle a Miranda mi poema, pero después de muchas dudas y vacilaciones decidí no hacerlo. Me estoy volviendo loco, pensé, si le mando esto a Miranda se acabaron las cartas de Sensini y además con toda la razón del mundo. Así que no se lo mandé. Durante un tiempo me dediqué a rastrearle bases de concursos. En una carta Sensini me decía que temía que la cuerda se le estuviera acabando. Interpreté sus palabras erróneamente, en el sentido de que ya no tenía suficientes certámenes literarios adonde enviar sus relatos
       Insistí en que viajaran a Girona. Les dije que Carmela y él tenían mi casa a su disposición, incluso durante unos días me obligué a limpiar, barrer, fregar y sacarle el polvo a las habitaciones en la seguridad (totalmente infundada) de que ellos y Miranda estaban al caer. Argüí que con el billete abierto de la Renfe en realidad sólo tendrían que comprar dos pasajes, uno para Carmela y otro para Miranda, y que Cataluña tenía cosas maravillosas que ofrecer al viajero. Hablé de Barcelona, de Olot, de la Costa Brava, de los días felices que sin duda pasaríamos juntos. En una larga carta de respuesta, en donde me daba las gracias por mi invitación, Sensini me informaba que por ahora no podían moverse de Madrid. La carta, por primera vez, era confusa, aunque a eso de la mitad se ponía a hablar de los premios (creo que se había ganado otro) y me daba ánimos para no desfallecer y seguir participando. En esta parte de la carta hablaba también del oficio de escritor, de la profesión, y yo tuve la impresión de que las palabras que vertía eran en parte para mí y en parte un recordatorio que se hacía a sí mismo. El resto, como ya digo, era confuso. Al terminar de leer tuve la impresión de que alguien de su familia no estaba bien de salud
       Dos o tres meses después me llegó la noticia de que probablemente habían encontrado el cadáver de Gregorio en un cementerio clandestino. En su carta Sensini era parco en expresiones de dolor, sólo me decía que tal día, a tal hora, un grupo de forenses, miembros de organizaciones de derechos humanos, una fosa común con más de cincuenta cadáveres de jóvenes, etc. Por primera vez no tuve ganas de escribirle. Me hubiera gustado llamarlo por teléfono, pero creo que nunca tuvo teléfono y si lo tuvo yo ignoraba su número. Mi contestación fue escueta. Le dije que lo sentía, aventuré la posibilidad de que tal vez el cadáver de Gregorio no fuera el cadáver de Gregorio
       Luego llegó el verano y me puse a trabajar en un hotel de la costa. En Madrid ese verano fue pródigo en conferencias, cursos, actividades culturales de toda índole, pero en ninguna de ellas participó Sensini y si participó en alguna el periódico que yo leía no lo reseñó
       A finales de agosto le envié una tarjeta. Le decía que posiblemente cuando acabara la temporada fuera a hacerle una visita. Nada más. Cuando volví a Girona, a mediados de septiembre, entre la poca correspondencia acumulada bajo la puerta encontré una carta de Sensini con fecha 7 de agosto. Era una carta de despedida. Decía que volvía a la Argentina, que con la democracia ya nadie le iba a hacer nada y que por tanto era ocioso permanecer más tiempo fuera. Además, si quería saber a ciencia cierta el destino final de Gregorio no había más remedio que volver. Carmela, por supuesto, regresa conmigo, anunciaba, pero Miranda se queda. Le escribí de inmediato, a la única dirección que tenía, pero no recibí respuesta
       Poco a poco me fui haciendo a la idea de que Sensini había vuelto para siempre a la Argentina y que si no me escribía él desde allí ya podía dar por acabada nuestra relación epistolar. Durante mucho tiempo estuve esperando su carta o eso creo ahora, al recordarlo. La carta de Sensini, por supuesto, no llegó nunca. La vida en Buenos Aires, me consolé, debía de ser rápida, explosiva, sin tiempo para nada, sólo para respirar y parpadear. Volví a escribirle a la dirección que tenía de Madrid, con la esperanza de que le hicieran llegar la carta a Miranda, pero al cabo de un mes el correo me la devolvió por ausencia del destinatario. Así que desistí y dejé que pasaran los días y fui olvidando a Sensini, aunque cuando iba a Barcelona, muy de tanto en tanto, a veces me metía tardes enteras en librerías de viejo y buscaba sus libros, los libros que yo conocía de nombre y que nunca iba a leer. Pero en las librerías sólo encontré viejos ejemplares de Ugarte y de su libro de cuentos publicado en Barcelona y cuya editorial había hecho suspensión de pagos, casi como una señal dirigida a Sensini, dirigida a mí
       Uno o dos años después supe que había muerto. No sé en qué periódico leí la noticia. Tal vez no la leí en ninguna parte, tal vez me la contaron, pero no recuerdo haber hablado por aquellas fechas con gente que lo conociera, por lo que probablemente debo de haber leído en alguna parte la noticia de su muerte. Ésta era escueta: el escritor argentino Luis Antonio Sensini, exiliado durante algunos años en España, había muerto en Buenos Aires. Creo que también, al final, mencionaban Ugarte. No sé por qué, la noticia no me impresionó. No sé por qué, el que Sensini volviera a Buenos Aires a morir me pareció lógico
       Tiempo después, cuando la foto de Sensini, Carmela y Miranda y la fotocopia de la foto de Gregorio reposaban junto con mis demás recuerdos en una caja de cartón que por algún motivo que prefiero no indagar aún no he quemado, llamaron a la puerta de mi casa. Debían de ser las doce de la noche, pero yo estaba despierto. La llamada, sin embargo, me sobresaltó. Ninguna de las pocas personas que conocía en Girona hubieran ido a mi casa a no ser que ocurriera algo fuera de lo normal. Al abrir me encontré a una mujer de pelo largo debajo de un gran abrigo negro. Era Miranda Sensini, aunque los años transcurridos desde que su padre me envió la foto no habían pasado en vano. Junto a ella estaba un tipo rubio, alto, de pelo largo y nariz ganchuda. Soy Miranda Sensini, me dijo con una sonrisa. Ya lo sé, dije yo y los invité a pasar. Iban de viaje a Italia y luego pensaban cruzar el Adriático rumbo a Grecia. Como no tenían mucho dinero viajaban haciendo autostop. Aquella noche durmieron en mi casa. Les hice algo de cenar. El tipo se llamaba Sebastián Cohen y también había nacido en Argentina, pero desde muy joven vivía en Madrid. Me ayudó a preparar la cena mientras Miranda inspeccionaba la casa. ¿Hace mucho que la conoces?, preguntó. Hasta hace un momento sólo la había visto en foto, le contesté
       Después de cenar les preparé una habitación y les dije que se podían ir a la cama cuando quisieran. Yo también pensé en meterme a mi cuarto y dormirme, pero comprendí que aquello iba a resultar difícil, si no imposible, así que cuando supuse que ya estaban dormidos bajé a la primera planta y puse la tele, con el volumen muy bajo, y me puse a pensar en Sensini
       Poco después sentí pasos en la escalera. Era Miranda. Ella tampoco podía quedarse dormida. Se sentó a mi lado y me pidió un cigarrillo. Al principio hablamos de su viaje, de Girona (llevaban todo el día en la ciudad, no le pregunté por qué habían llegado tan tarde a mi casa), de las ciudades que pensaban visitar en Italia. Después hablamos de su padre y de su hermano. Según Miranda, Sensini nunca se repuso de la muerte de Gregorio. Volvió para buscarlo, aunque todos sabíamos que estaba muerto. ¿Carmela también?, pregunté. Todos, dijo Miranda, menos él. Le pregunté cómo le había ido en Argentina. Igual que aquí, dijo Miranda, igual que en Madrid, igual que en todas partes. Pero en Argentina lo querían, dije yo. Igual que aquí, dijo Miranda. Saqué una botella de coñac de la cocina y le ofrecí un trago. Estás llorando, dijo Miranda. Cuando la miré ella desvió la mirada. ¿Estabas escribiendo?, dijo. No, miraba la tele. Quiero decir cuando Sebastián y yo llegamos, dijo Miranda, ¿estabas escribiendo? Sí, dije. ¿Relatos? No, poemas. Ah, dijo Miranda. Bebimos largo rato en silencio, contemplando las imágenes en blanco y negro del televisor. Dime una cosa, le dije, ¿por qué le puso tu padre Gregorio a Gregorio? Por Kafka, claro, dijo Miranda. ¿Por Gregorio Samsa? Claro, dijo Miranda. Ya, me lo suponía, dije yo. Después Miranda me contó a grandes trazos los últimos meses de Sensini en Buenos Aires
       Se había marchado de Madrid ya enfermo y contra la opinión de varios médicos argentinos que lo trataban gratis y que incluso le habían conseguido un par de internamientos en hospitales de la Seguridad Social. El reencuentro con Buenos Aires fue doloroso y feliz. Desde la primera semana se puso a hacer gestiones para averiguar el paradero de Gregorio. Quiso volver a la universidad, pero entre trámites burocráticos y envidias y rencores de los que no faltan el acceso le fue vedado y se tuvo que conformar con hacer traducciones para un par de editoriales. Carmela, por el contrario, consiguió trabajo como profesora y durante los últimos tiempos vivieron exclusivamente de lo que ella ganaba. Cada semana Sensini le escribía a Miranda. Según ésta, su padre se daba cuenta de que le quedaba poca vida e incluso en ocasiones parecía ansioso de apurar de una vez por todas las últimas reservas y enfrentarse a la muerte. En lo que respecta a Gregorio, ninguna noticia fue concluyente. Según algunos forenses, su cuerpo podía estar entre el montón de huesos exhumados de aquel cementerio clandestino, pero para mayor seguridad debía hacerse una prueba de ADN, pero el gobierno no tenía fondos o no tenía ganas de que se hiciera la prueba y ésta se iba cada día retrasando un Poco más. También se dedicó a buscar a una chica, una probable compañera que Goyo posiblemente tuvo en la clandestinidad, pero la chica tampoco apareció. Luego su salud se agravó y tuvo que ser hospitalizado. Ya ni siquiera escribía, dijo Miranda. Para él era muy importante escribir cada día, en cualquier condición. Sí, le dije, creo que así era. Después le pregunté si en Buenos Aires alcanzó a participar en algún concurso. Miranda me miró y se sonrió. Claro, tú eras el que participaba en los concursos con él, a ti te conoció en un concurso. Pensé que tenía mi dirección por la simple razón de que tenía todas las direcciones de su padre, pero que sólo en ese momento me había reconocido. Yo soy el de los concursos, dije. Miranda se sirvió más coñac y dijo que durante un año su padre había hablado bastante de mí. Noté que me miraba de otra manera. Debí importunarlo bastante, dije. Qué va, dijo ella, de importunarlo nada, le encantaban tus cartas, siempre nos las leía a mi madre y a mí. Espero que fueran divertidas, dije sin demasiada convicción. Eran divertidísimas, dijo Miranda, mi madre incluso hasta os puso un nombre. ¿Un nombre?, ¿a quiénes? A mi padre y a ti, os llamaba los pistoleros o los cazarrecompensas, ya no me acuerdo, algo así, los cazadores de cabelleras. Me imagino por qué, dije, aunque creo que el verdadero cazarrecompensas era tu padre, yo sólo le pasaba uno que otro dato. Sí, él era un profesional, dijo Miranda de pronto seria. ¿Cuántos premios llegó a ganar?, le pregunté. Unos quince, dijo ella con aire ausente. ¿Y tú? Yo por el momento sólo uno, dije. Un accésit en Alcoy, por el que conocí a tu padre. ¿Sabes que Borges le escribió una vez una carta, a Madrid, en donde le ponderaba uno de sus cuentos?, dijo ella mirando su coñac. No, no lo sabía, dije yo. Y Cortázar también escribió sobre él, y también Mujica Lainez. Es que él era un escritor muy bueno, dije yo. Joder, dijo Miranda y se levantó y salió al patio, como si yo hubiera dicho algo que la hubiera ofendido. Dejé pasar unos segundos, cogí la botella de coñac y la seguí. Miranda estaba acodada en la barda mirando las luces de Girona. Tienes una buena vista desde aquí, me dijo. Le llené su vaso, me llené el mío, y nos quedamos durante un rato mirando la ciudad iluminada por la luna. De pronto me di cuenta de que ya estábamos en paz, que por alguna razón misteriosa habíamos llegado juntos a estar en paz y que de ahí en adelante las cosas imperceptiblemente comenzarían a cambiar. Como si el mundo, de verdad, se moviera. Le pregunté qué edad tenía. Veintidós, dijo. Entonces yo debo tener más de treinta, dije, y hasta mi voz sonó extraña.

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Texto encontrado aquí.

domingo, 27 de octubre de 2019

aunque es de noche


Qué bien sé yo la fonte
SAN JUAN DE LA CRUZ

Que bien sé yo la fonte que mana y corre
aunque es de noche.
Aquella eterna fonte está ascondida,
que bien sé yo do tiene su manida,
aunque es de noche.
Su origen no lo sé, pues no le tiene,
mas sé que todo origen della viene,
aunque es de noche.
Sé que no puede ser cosa tan bella,
y que cielos y tierra beban della,
aunque es de noche.
Bien sé que suelo en ella no se halla,
y que ninguno puede vadealla,
aunque es de noche.
Su claridad nunca es escurecida,
y sé que toda luz della es venida,
aunque es de noche.
Sé ser tan caudalosas sus corrientes,
que infiernos, cielos riegan, y las gentes,
aunque es de noche.
El corriente que nace desta fuente
bien sé que es tan capaz y tan potente,
aunque es de noche.
El corriente que de estas dos procede
sé que ninguna de ellas le precede,
aunque es de noche.
Aquesta Eterna fuente está escondida
en este vivo pan por darnos vida,
aunque es de noche.
Aquí se está llamando a las criaturas
porque desta agua se harten aunque a oscuras,
porque es de noche.
Aquesta viva fuente que deseo
en este pan de vida yo la veo,
aunque es de noche.

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Texto encontrado aquí.

miércoles, 23 de octubre de 2019

interior cocina


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Escena uno interior cocina
VALERIA ROMÁN

Mãe e filha são como duas árvores que estão perto: vivem e morrem das sombras que fazem uma à outra reciprocamente

ADÍLIA LOPES


aspiro la grasa en las ventanas de la cocina
mi madre la tiene pegada en su nariz
el tiempo obliga a acostumbrarse
a no quejarse
a no sentir la falta de aire
la grasa ocupa sus palabras ocupa el espacio entre nosotras
y poco a poco hay un puente
ahora es quien tiembla enferma
quien extraña el peso de su estómago

los ciclos se van cumpliendo
la sopa se prepara
y ya no es mamá quien mueve la cuchara
con las manos hundidas en el agua hirviendo
ambas probamos la sopa siete veces antes de hablar
ambas tratamos de usar un idioma común
pero en nuestras bocas no hay palabras
está la falta de sal
la falta de luz
la falta de tiempo

ahora soy yo quien pone/ las cucharas/ los tazones/
cada una usa una mano diferente para clavar los cuchillos
tenemos el mismo pulso flojo
ahora es ella quien mira detrás de mi hombro

me dice que los miedos no se crean ni se destruyen
se transforman
se heredan
hierven a fuego lento
y sabe que me ha enseñado bien
aunque yo no lo sienta así aunque no lo quiera comprender

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Texto encontrado en: ROMÁN MARROQUÍN, Valeria. (2019). Feelback. Lima, Perú: Paracaídas. pp. 19-20

sábado, 12 de octubre de 2019

No he de

NO HE de volver a escribir
Como lo hice
Cuando el corazón era joven
Y sobre mí el firmamento

Ahora no te pido, Señor,
El olvido, sino
Lo que no conocí.

Poema de Luis Hernández
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Texto encontrado en: HERNÁNDEZ, Luis. (2019). Vox horrísona. Lima, Perú: Pesopluma. p. 350

martes, 8 de octubre de 2019

voy a limpiar el puquio

La pradera
ROBERT FROST

Voy a limpiar el puquio;
Voy a sacar las hojas que han caído
(tal vez espere a ver el agua clara):
no voy a demorar. -Vente conmigo.

Voy a traer al tierno becerrito
del lado de su madre. Es tan chiquito
que al lamerlo su madre, tambaléase.
No voy a demorar. -Vente conmigo.

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Traducción de Oswaldo Brown Prado. Texto encontrado en: SILVA-SANTISTEBAN, Ricardo, ed. (2016). Antología general de la traducción en el Perú. Vol. VI. Poesía: siglo XX-2. Lima, Perú: Universidad Ricardo Palma - Editorial Universitaria. p 189

lunes, 23 de septiembre de 2019

suficientes razones

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Sin fecha
BLANCA VARELA

a Kafka

Suficientes razones, suficientes razones para colocar primero
         un pie y luego otro.
Bajo ellos, no más grande que ellos ni más pequeña, la
         inevitable sombra que se adelanta y voltea la esquina, a
         tientas.
Suficientes razones, suficientes razones para desandar,
         descaer, desvolar.
Suficientes razones para mirar por la ventana. Para observar
la mano que cuenta a oscuras los dedos de otra mano.

Poderosas razones para antes y después. Poderosas razones
          durante.
La hoja de afeitar enmohecida es el límite.
Lasciate ogni speranza voi ch'entrate.
No se retorna de ningún lugar. Y la regla torcida lo confirma
          sobre el aire totalmente recto, como un cadáver.
Y hay otras.
Palidez, sobresalto, algo de náusea.
Misterioso, obsceno chasquido del vientre que canta lo que
          no sabe.
La luz a pleno cuerpo, como un portazo. Adentro y afuera.
          No se sabe dónde.
Y las demás. ¿Existen?

Infinitas para la duda, evidentes para la sospecha.
Dejarse arrastrar contra la corriente, como un perro.
Aprender a caminar sobre la viga podrida.
En la punta de los pies. Sobre la propia sombra.
No más grande que ellos ni más pequeña.

Uno, dos, uno, dos, uno, dos, uno.
Uno atrás, otro adelante.
Contra la pared, boca abajo, en un rincón.
Temblando, con un lívido resplandor bajo los pies, no más
           grande que ellos ni más pequeño.
Tal vez, tal vez la estancada eternidad que algún alma
           inocente confunde con su propio excremento.

Malolientes razones en la boca del túnel.
Y a la salida.
A la postre tantas razones como cuellos existen.

Defenderse del incendio con un hacha. Del demonio con
            un hacha, de dios con un hacha.
Del espíritu y la carne con un hacha.

No habrá testigos.
Se nos ha advertido que el cielo es mudo.

A la más se escribirá, se borrará. Será olvidado.
Y ya no existirán razones suficientes para volver a colocar
             un pie y luego el otro.
No obstante, bajo ellos, no más grande que ellos ni más
             pequeña, la inevitable sombra se adelantará.
Y volteará la misma esquina. A tientas.

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Texto encontrado aquí.

sábado, 14 de septiembre de 2019

porque ya no eres


Un poema de Blanca Varela

Porque ya no eres un ángel sino un hombre solo sobre dos
       pies cansados sobre esta tierra que gira y es terriblemente
       joven todas las mañanas.
Porque sólo tú sabes que hay música, jadeos, incendios,
       máquinas que escupen verdades y mentiras a los cuatro
       vientos, vientos que te empujan al otro lado, a tu hueco
       en el vacío, a la informe felicidad del ojo ciego, del oído
       sordo, de la muda lengua, del muñón angélico.
Porque tú gusano, ave, simio, viajero, lo único que no sabes
es morir ni creer en la muerte, ni aceptar que eres tú
mismo tu vientre turbio y caliente, tu lengua colorada,
tus lágrimas y esa música loca que se escapa de tu oreja
desgarrada.




lunes, 9 de septiembre de 2019

y de otra forma















Proporciones Distintas
LOLA THORNE

Y nada más que eso
aquí conmigo
un cuerpo entero de hombre
con su hueso
su esqueleto marcado
en cada parte
proporcionada la carne
a su esqueleto
y nada más que eso
y sus maneras
su modo de portarse diariamente

quiero hacerlo otra vez
y de otra forma
sin omitir las comas
y los puntos
las interrogaciones necesarias
afanarme en este aire irresoluto
en este tiempo
en esta luz incorporada

y negar y escoger
hasta en lo íntimo
cuando por diversos motivos
hay que erguirse
armonizar con calma
erguirse lentamente
y en raíces
prenderse a sus cuestiones primordiales
defender sus tendencias
y aceptar sus errores
y omitirlos.

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Texto encontrado aquí.

lunes, 2 de septiembre de 2019

cierro los ojos


Canción de amor de la joven loca
SYLVIA PLATH

Cierro los ojos y el mundo muere;
Levanto los párpados y nace todo nuevamente.
(Creo que te inventé en mi mente).

Las estrellas salen valseando en azul y rojo,
Sin sentir galopa la negrura:
Cierro los ojos y el mundo muere.

Soñé que me hechizabas en la cama
Cantabas el sonido de la luna, me besabas locamente.
(Creo que te inventé en mi mente).

Dios cae del cielo, las llamas del infierno se debilitan:
Escapan serafines y soldados de satán:
Cierro los ojos y el mundo muere.

Imaginé que volverías como dijiste,
Pero crecí y olvidé tu nombre.
(Creo que te inventé en mi mente).

Debí haber amado al pájaro de trueno, no a ti;
Al menos cuando la primavera llega ruge nuevamente.
Cierro los ojos y el mundo muere.
(Creo que te inventé en mi mente).

martes, 27 de agosto de 2019

¡mira!


Nadando al desnudo
ANNE SEXTON

En el sudoeste de Capri
encontramos una pequeña gruta desconocida
donde no había nadie y
la penetramos completamente
y dejamos que nuestros cuerpos perdieran toda
su soledad.

Todo lo que hay de pez en nosotros
escapó por un minuto.
A los peces reales no les importó.
No perturbamos su vida personal.
Nos deslizamos tranquilamente sobre ellos
y debajo de ellos, soltando
burbujas de aire, pequeños
globos blancos que ascendían
hasta el sol junto al bote
donde el botero italiano dormía
con el sombrero sobre la cara.

Un agua tan clara que se podía
leer un libro a través de ella.
Un agua tan viva y tan densa que se podía
flotar apoyando el codo en ella.
Me tendí allí como en un diván.
Me tendí allí como si fuera
la Odalisca roja de Matisse.
El agua era mi extraña flor.
Hay que imaginarse una mujer
sin toga ni faja
tendida sobre un sofá profundo
como una tumba.

Las paredes de esa gruta
eran de todos los azules y
dijiste: “¡Mira! Tus ojos son color mar.
¡Mira! Tus ojos son color cielo”.
Y mis ojos se cerraron como si sintieran
una súbita vergüenza.


Versión/trad. de M.Rosenberg y D.Samoilovich
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Texto encontrado aquí.

lunes, 19 de agosto de 2019

aire


Franz Kafka; El castillo; traducción de José Rafael Hernández Arias; ilustraciones de Luis Scafati; Sexto Piso, 2015.

K tuvo la sensación de perderse o de que estaba tan lejos en alguna tierra extraña como ningún otro hombre antes que él, una tierra en la que el aire no tenía nada del aire natal, en la que uno podía asfixiarse de nostalgia y ante cuyas disparatadas tentaciones no se podía hacer otra cosa que continuar, seguir perdiéndose.

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KAFKA, Franz. El Castillo. Ilustración de Luis Scafati

jueves, 15 de agosto de 2019

soledad sonora

Elogio de la celda ascética
JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI

Piadosa celda, guardas aromas de breviario,
tienes la misteriosa pureza de la cal
y habita en ti el recuerdo de un Gran Solitario
que se purificara de pecado mortal.

Sobre la mesa rústica duerme el devocionario
y dice evocaciones la estampa de un misal;
San Antonio de Padua, exangüe y visionario
tiene el místico ensueño del Cordero Pascual.

Cristo Crucificado llora ingratos desvíos,
mira la calavera con sus ojos vacíos
que fingen en la noche una inquietante luz.

Y en el rumor del campo y de las oraciones
habla a la melancólica paz de los corazones
la soledad sonora de San Juan de la Cruz.

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Texto encontrado aquí.

lunes, 29 de julio de 2019

arena en la lengua



Restaurante vegetariano
JOSÉ WATANABE

A los vegetales se entra
con hambre de animal longevo y apacible, y lentamente
se acaba
la lechuga.

A la carne se va distinto, se ingresa a ella
con ansia orgánica, casi disputándola
como si fuera carne
del día de la resurrección, y se acaba
el bife.

Recuerdas:
para que tú vivieras
tu familia depredaba la tierra para ti,
pollos patos reses cuyes cabritos carne
para convalecer y durar.

El alimento en la boca te relaciona
con el mundo. Hay días de felino
y días de paquidermo. Hoy sean bienvenidas
las benéficas ensaladas, la suave soya y las frutas
aunque tarde:
ya cincuenta años que comes carne
y estás eructando miedo.

Pero hay días que no tienes carnes ni vegetales
sino arena en la lengua. Te explicas: tal vez has comido
una sequedad inicial, insidiosa, de pecho, y nunca
se acaba, el desierto
nunca se acaba.

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Texto encontrado aquí. Leído por primera vez en la Casa de la Literatura Peruana

viernes, 19 de julio de 2019

la verdad


No se siente la verdad cuando está dentro de una misma, pero ¡qué grande y cómo grita cuando se pone fuera y levanta los brazos!

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Escuchado por primera vez en una representación de Yerma de Federico García Lorca.
Texto encontrado aquí.

lunes, 15 de julio de 2019

Sobre la originalidad


El aforismo orsiano inscrito en la fachada norte del Casón del Buen Retiro de Madrid: «Todo lo que no es tradición es plagio», es, en realidad, un extracto o fragmento de un aforismo más amplio, escrito originalmente en catalán, en el que queda determinada con mayor precisión su significación:

«Fora de la Tradició, cap veritable originalitat. Tot lo que no és Tradició, és plagi» («Glosari. Aforística de Xènius», XIV, La Veu de Catalunya, 31-X-1911)


«Clasicismo. Sólo hay originalidad verdadera cuando se está dentro de una tradición. Todo lo que no es tradición es plagio». (1911)


(«Primeros lemas», XVII, Gnómica, 1941)


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Imagen y texto tomados de: Plataforma sobre Eugenio d'Ors alojada en la página web de la Universidad de Navarra y gestionada por Pía d'Ors. Enlace aquí.

martes, 9 de julio de 2019

del aire I

Silencio
GIUSEPPE UNGARETTI

Conozco una ciudad
que diariamente se llena de sol
y todo está arrebatado en aquel momento

Me fui tarde
En el corazón duraba el chirrido
de las cigarras

Desde la nave
pintada de blanco
he visto
mi ciudad desaparecer
dejando
un poco
un haz de luces en el aire turbio
suspendidas.

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Traducción de Hugo Ramírez Gamarra
Texto encontrado en: SILVA-SANTISTEBAN, Ricardo (comp.). (2016). Antología general de la traducción en el Perú. Lima, Perú: Fondo Editorial de la Universidad Ricardo Palma, p. 430

lunes, 1 de julio de 2019

llanto I


Llanto por la Muerte de un Perro
ABIGAL BOHÓRQUEZ

Hoy me llegó la carta de mi madre
y me dice, entre otras cosas: —besos y palabras—
que alguien mató a mi perro.
“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo,
—me cuenta—,
y se fue tras de su alma
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado.
No supimos la causa de su sangre,
llegó chorreando angustia,
tambaleándose,
arrastrándose casi con su aullido,
como si desde su paisaje desgarrado
hubiera
querido despedirse de nosotros;
tristemente tendido quedó
—blanco y quebrado—,
a los pies de la que antes fue tu cama de fierro.
Lo hemos llorado mucho…”

Y, ¿por qué no?
yo también lo he llorado;
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro que habla,
y engaña, y ríe, y asesina.
Mi perro siendo perro no mordía.
Mi perro no envidiaba ni mordía.
No engañaba ni mordía.
Como los que no siendo perros descuartizan,
destazan,
muerden
en las magistraturas,
en las fábricas,
en los ingenios,
en las fundiciones,
al obrero,
al empleado,
el mecanógrafo,
a la costurera,
hombre, mujer,
adolescente o vieja.

Mi perro era corriente,
humilde ciudadano del ladrido-carrera,
mi perro no tenía argolla en el pescuezo,
ni listón ni sonaja,
pero era bullanguero, enamorado y fiero.
A los siete años tuve escarlatina,
y por aquello del llanto y el capricho
de estar pidiendo dinero a cada rato,
me trajeron al perro de muy lejos
en una caja de zapatos. Era
minúsculo y sencillo como el trigo;
luego fue creciendo admirado y displicente
al par que mis tobillos y mi sexo;
supo de mi primera lágrima:
la novia que partía,
la novia de las trenzas de racimo y de la voz de lirio;
supo de mi primer poema balbuceante
cuando murió la abuela;
al perro fue en su tiempo de ladridos
mi amigo más amigo.

“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo
—dice mi madre—
y se fue tras de su alma —los perros tienen alma:
una mojadita como un trino—
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado…”
Ay, en esta triste tristeza en que me hundo,
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro
que habla,
y extorsiona,
y discrimina,
y burla;
mi perro era corriente,
pero dejaba un corazón por huella;
no tenía argolla ni sonaja,
pero sus ojos eran dos panderos;
no tenía listón en el pescuezo,
pero tenía un girasol por cola
y era la paz de sus orejas largas
dos lenguas
de diamantes.


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Texto encontrado aquí.

lunes, 24 de junio de 2019

caballos


Ya no te quiero, pequeña
MARIO MONTALBETTI

Ya no te quiero, pequeña
ahora amo a los caballos.

Mañana amaré a las islas
y pasado será alguna ave.

(Tal vez en tres años
te vuelva a amar).

Y luego serán las vacas
pintas y luego serán
los minerales —tú sabes, el
cobre, el hierro, el—
y luego serán las ciudades
(alguna que otra jirafa)
y luego los puentes.

Antes un arcoiris que amarte, pequeña,
ya no te quiero
ahora amo a una mujer
que disuelve sus cuerpos
en las lluvias del otoño
iluminada/ anudada/ inundada
por el neón brillante
del poste de alumbrado público.

(Oh pequeña)
ya no (te quiero
Oh mujer)
ya no te quiero

sólo amo a las calles que me alientan
hacia la noche mientras la noche
ya no es noche sino mar y el mar
tumba de sonámbulos océanos, licor.

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Texto encontrado aquí.

domingo, 16 de junio de 2019

ana

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Ana la Pálida
HEINRICH BÖLL

No volví de la guerra sino en la primavera de 1950 y ya para entonces no quedaba en la ciudad nadie a quien yo conociera. Por suerte había heredado dinero de mis padres. Alquilé un cuarto y me tumbé en la cama a fumar y esperar, sin saber qué esperaba. La idea de trabajar no me atraía. Le entregaba dinero a la casera y ella compraba todo para mí y preparaba mis alimentos. Algunas veces, cuando me traía a la habitación el café o la comida se entretenía más de lo que yo hubiera querido. Su hijo había caído en un lugar del frente llamado Kalinowka y al entrar, depositaba la bandeja sobre la mesa y se acercaba al rincón en penumbra donde estaba mi lecho. Allí me mantenía dedicado a restregar las colillas de los cigarrillos en la pared, de suerte que detrás de mi cama la pared estaba llena de marcas negras. La casera era magra y pálida y cuando en las sombras se detenía por encima de mí junto a la cama, yo sentía temor. Era por aquellos sus ojos grandes y brillantes que juzgué al principio que estaba loca y porque siempre tornaba a preguntarme acerca de su hijo.

-¿Está seguro que no lo conoció? El lugar se llamaba Kalinowska. ¿No estuvo nunca allá?

Pero yo no había oído nunca hablar de un tal lugar que se llamara Kalinowska y cada vez optaba por volver la cara a la pared y responder:

-No, realmente no logro acordarme.

La casera no estaba de ninguna manera loca, era una mujer muy ordenada y a mí no dejaban de causarme dolor sus preguntas. Me interrogaba muy a menudo, varias veces al día y camino de la cocina no podía yo dejar de contemplar el retrato de su hijo, una fotografía en colores que colgaba encima del sofá. Era un muchacho rubio y sonriente que lucía su uniforme de calle de la infantería.

-Fue tomada en la guarnición -decía la casera- antes de que partiera al frente.

Era una foto de mediocuerpo: Llevaba un casco y detrás se veía un decorado que simulaba las ruinas de un castillo por las que trepaban unos sarmientos artificiales.

-Era cobrador en el tranvía -decía la casera- Un muchacho diligente. Y cada vez me entregaba la caja colmada de fotografías que estaba sobre su mesa de costura entre los recortes y los ovillos y yo debía tomar en la mano aquella gran variedad de fotos de su hijo: Vistas de grupos escolares en cada una de los cuales uno de los muchachos, sentado al centro de la fila delantera, sostenía una pizarra entre las rodillas, y en la pizarra estaba escrito un VI, un VII y finalmente un VIII. Aparte, atadas con una banda de hule, estaban las fotos de la primera comunión: Un muchacho sonriente vestido con una especie de frac negro que tenía una candela descomunal en la mano delante de un telón adornado con un cáliz dorado. Después venían retratos en que aparecía como aprendiz de cerrajero delante de un torno, la cara llena de hollín, con una lima en la mano.

-No era oficio para él -decía la casera-. Demasiado pesado. Y me mostraba su última foto antes de alistarse: Uniformado de cobrador de tranvía, de pie frente a un vagón de la línea 9 en la terminal aquella donde el tranvía daba una vuelta alrededor de un redondel; yo reconocí el puesto de refrescos en el que comúnmente compraba cigarrillos antes de que viniera la guerra; y reconocí también los álamos que aún están allí, vi la villa con los leones dorados delante del portal que ya no están más, y recordé a la muchacha en la que tanto había pensado durante la guerra: Pálida y bella, de ojos alargados y que abordaba siempre el tranvía en la terminal de la línea 9.

Cada una de aquellas veces miraba por largo tiempo la foto en que aparecía el hijo de la casera en la terminal de la línea cerca de la fábrica de jabón en la que en aquellos días yo había trabajado, oía el chirriar del tranvía, veía el rojo color del refresco que solía tomar los veranos en aquel puesto, verdes anuncios de cigarrillos y otra vez, la muchacha.

-Tal vez -me decía la casera- lo conoció después de todo.

Yo negaba sacudiendo la cabeza y depositaba la fotografía en la caja: Era una foto lustrosa y parecía casi nueva aunque tenía ya ocho años.

-No, no -le decía-. Tampoco Kalinowska, realmente no.

Tenía que ir a menudo a la cocina y ella venía también frecuentemente a mi cuarto, y todo el día pensaba en aquello que deseaba olvidar: La guerra, y botaba las cenizas debajo de mi cama, restregaba las colillas en la pared.

Algunas veces, cuando yacía allí en las tardes, escuchaba en la habitación vecina los pasos de una muchacha, o maldecir en la oscuridad al yugoslavo que vivía en el cuarto contiguo a la cocina cuando antes de entrar a su pieza buscaba el interruptor de la luz.

No fue sino tres semanas después de vivir allí y cuando ya había tenido en la mano la fotografía de Karl no menos de cincuenta veces, que reparé en que el vagón delante del cual se sonreía con su cartera de cobrador, no estaba vacío. Por primera vez me fijé con atención en la foto y vi que en el interior del carro una muchacha sonriente se había colado en ella. Era la misma bella muchacha en la que tantas veces había pensado durante la guerra. La casera se me acercó, me miró atentamente a la cara y me dijo:

-Lo ha reconocido, ¿verdad?-. Y caminó detrás de mí, se asomó por encima de mi hombro para ver la foto y sentí llegar desde atrás a mis espaldas el olor a guisantes frescos que despedía su delantal recogido.

-No -le dije quedamente -Pero la muchacha...

-¿La muchacha? -dijo ella-. Era su novia. Ya no volvió a verla más, pero quizá sea mejor así.

-¿Por qué? -le pregunté.

No me respondió, se apartó de mí y fue a sentarse en su silla junto a la ventana a seguir pelando los guisantes, y sin voltearme a ver dijo:

-¿Conoció usted a esa muchacha?

Tomé la fotografía, miré a la casera y le conté de la fábrica, de la terminal de la línea 9 y de la bella muchacha que siempre se montaba allí.

-¿Nada más?

-No -dije, y ella vació los guisantes en un colador, abrió el grifo y yo solo vi la delgadez de su espalda.

-Cuando usted la vea otra vez, se va a dar cuenta por qué es mejor que él no la haya visto más.

-¿Volverla a ver? -dije.

Se secó las manos en el delantal, se me acercó y me quitó cuidadosamente la foto de la mano. Su cara parecía haberse vuelto más delgada; apartó sus ojos de mí, pero puso con suavidad su mano en mi brazo izquierdo.

-Vive en el cuarto vecino al suyo, Ana. Le decimos siempre Ana la pálida por el rostro tan descolorido que tiene. ¿De verdad que usted no la ha visto nunca?

-No -le dije-. No la he visto, pero la he oído algunas veces. ¿Qué le ocurre?

-No me gusta hablar de eso, pero es mejor que usted lo sepa. Su cara está destrozada completamente, llena de cicatrices: una explosión la lanzó de cabeza en un escaparate. No podría usted reconocerla.

Esa noche esperé largo tiempo hasta poder oír sus pasos, pero la primera vez me equivoqué: Era el alto yugoslavo que me miró extrañado al precipitarme repentinamente en el vestíbulo. Le di apenado las buenas noches y entré en mi cuarto de nuevo.

Buscaba imaginar su rostro lleno de cicatrices pero no podía, y aún cuando lo conseguí era siempre un rostro bello, aún lleno de cicatrices. Pensaba en la fábrica de jabón, en mis padres y en otra muchacha con la que salía a menudo en aquellos días. Su nombre era Elizabeth pero yo le decía cariñosamente Mutz, y se reía siempre que la besaba, lo que me hacía sentir idiota. Durante la guerra le escribía tarjetas postales desde el frente y ella me enviaba paquetes con galletas caseras que llegaban siempre desmoronadas, me mandaba cigarrillos y periódicos y en una de sus cartas decía: A la larga van a triunfar y yo estoy tan orgullosa de que tú estés allí.

Sin embargo, yo no me sentía nada orgulloso de estar allá y cuando recibía pase no se lo comunicaba y salía en cambio con la hija de un tabaquero que vivía en nuestra misma casa. Le daba a la hija del tabaquero jabón que conseguía en la fábrica y ella me obsequiaba cigarrillos y nos íbamos juntos al cine o a bailar, y una vez que sus padres no estaban me llevó a su cuarto y yo la tumbé sobre el sofá en la oscuridad, pero ya subido sobre ella encendió la luz, se rió ladinamente en mi cara y en el encandilamiento del foco pude ver el retrato de Hitler colgando en la pared, una foto en colores y a su alrededor sobre el empapelado rosa estaban desplegadas en forma de corazón las caras duras de unos hombres, postales aseguradas con tachuelas con las caras embutidas en cascos, recortados de revistas. Dejé a la muchacha acostada en el sofá, encendí un cigarrillo y me fui. Posteriormente ambas me escribían postales al frente en las cuales me reprochaban haberme portado mal con ellas, pero no les contesté.

Aguardé a Ana largo rato, fumando cigarrillo tras cigarrillo en la oscuridad y pensando en muchas cosas; y al oír que la llave entraba en la cerradura me sentí falto de coraje para incorporarme y ver su rostro. Oí como abría la puerta y ya dentro canturreaba quedamente mientras iba de aquí allá, y más tarde me puse de pie y esperé en el vestíbulo. Repentinamente todo en su habitación quedó en silencio. Ya no iba más de un lado para otro, ya no cantaba y yo tenía miedo de llamar a su puerta. Escuchaba al yugoslavo murmurar en su cuarto, andar de arriba abajo, oía el burbujear del agua que la casera hervía en la cocina. El cuarto de Ana permanecía por el contrario en quietud y a través de la puerta entornada del mío podía ver las marcas negras de los innumerables cigarrillos restregados en el empapelado.

El yugoslavo alto se había acostado, ya no se escuchaban sus pasos, solo se le oía mascullar y la olla de la cocina no hervía más y me llegó finalmente el ruido de la tapa metálica al cerrar la casera el tarro del café. En el cuarto de Ana todo seguía callado y se me ocurrió entonces que ella, más tarde, habría de contarme lo que había pensado mientras yo permanecía afuera, de pie, frente a su puerta, y más tarde me lo contó todo.

Miré con fijeza a un cuadro que colgaba junto al marco de la puerta: Un resplandeciente lago de plata del que emergía una ninfa con los cabellos dorados y húmedos y sonreía a un mozo labrador que permanecía oculto entre el verdor de un matorral. Alcanzaba a ver la mitad del seno izquierdo de la ninfa y su cuello albo y un tanto alargado.

No sé cuándo pero más tarde puse mi mano en la manija y aún antes de presionarla hacia abajo y empujar lentamente la puerta, supe que había conquistado a Ana: su rostro estaba completamente cubierto de pequeñas cicatrices azulosas y brillantes, un olor a hongos cocinándose en una sartén venía de su cuarto, y yo acabé de abrir la puerta en todo su ancho, puse mi mano en su hombro y traté de sonreír.


Traducción inédita de Sergio Ramírez Mercado
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