La transfiguración de Miguel Ángel (o "la fe mueve montañas")
PEDRO LEMEBEL
Cada cierto tiempo en Chile, y según el oportunismo noticioso, que levanta o acalla sucesos populares de acuerdo a las políticas de turno, se aparecen vírgenes en las cortezas de los árboles, en la pintura revenida de un muro abandonado, en la ventana rota de una casa de putas, en un gallinero, donde las aves ponen huevos con la cara de Nuestra Señora, en el vidrio del auto de Pinochet, hecho astillas en el atentado, en las tapitas de Coca-Cola, en la bandera desteñida de un club deportivo, en fin, por todas partes, sin previo aviso, la madre de Cristo reitera su performance iluminando al primero que la ve, dejándolo con los ojos blancos, titulado de curador, por ser el elegido que prendió la tele de la santidad.
Tal fue el bullado caso del Miguel Ángel de Villa Alemana. El niño santo, el púber médium que de un día a otro cambió su aporreada vida de orfanato por la fama de milagrero que hablaba con la virgen de tú a tú. Antes de aquella tarde, Miguel Ángel era un deslavado niño chileno, sin ninguna gracia. Y su pueblo no aparecía en las noticias desde el terremoto. Entonces nadie podía imaginar que ese pobre huacho iba a ser el personaje que provocaría tanta conmoción repitiendo yo la vi, yo la vi, ella me dijo. Y se despobló el pueblo con el alcalde, el cura, las profesoras, los bomberos y cuanto curioso corriendo, atropellándose por llegar al cerro donde el cabro decía que la virgen lo estaba esperando. Que ahí mismo, en esos peñascos, en esa lomita, hay una señora de blanco que me está llamando. ¿No la ven? Es tan linda. Fíjense cómo me sonríe. Pero nadie veía más que piedras y espinos. Nadie puede ver a la inmaculada porque ella no quiere, dijo una mujer. Ella sólo se deja ver por niños puros, y en este pueblo la gente es tan mala y peleadora. Solamente al Miguel Ángel le da la pasa para deleitarlo con su fulgor. Y parece que era cierto, porque el Miguel Ángel entraba como en éxtasis cuando llegaba la hora de su cita con la dama del alba. Y a través de su extraviada meditación, por su cara de arcángel volado, la multitud se hizo partícipe del milagro, viéndolo caer al suelo, orando, en trabalenguas y extrañas murmuraciones que las beatas traducían al latín y mapuche.La gran aglomeración de pueblo que llegaba a Peña Blanca estallaba en llantos y mea culpas cuando al chiquillo le bajaban esos tiritones, esos ataques, esa epilepsia delespíritu revolcándose en las piedras, arañándose la cara, arrancándose el pelo a mechones. No podían sujetarlo, tenía la fuerza de un toro, ni siquiera cinco hombres podían con él. Se dejaba todo machucado, solamente por los pecados del mundo, decían las mujeres. Por tanta cosa terrible que pasa en este país, el pobrecito se convierte en un Cristo niño que paga por nosotros.
Así, la noticia del Bernardito de Villa Alemana sobrepasó las fronteras del chismorreo campestre, sobre todo cuando se supo que un cojo salió corriendo, un ciego, dijo ver la bandera norteamericana en la luna, y un mudo se convirtió en relator deportivo. Entonces, comenzaron las peregrinaciones, las multitudes de enfermos que buscaban la sanación, y los sanos aburridos que deseaban contraer la epidemia de la fe. Por camionadas llegaban paralíticos tullidos y sifilíticos que arrastraban sus hernias, dejando una huella purulenta en el camino. Tratando de alcanzar la luz medicinal de las manos del niño santo, el iluminado Miguel Ángel, la bienaventuranza del pueblo, ahora cómodamente instalado en una regia casa, donde sus secretarias encuestaban, hacían prediagnósticos, repartían números, y a escobazos mantenían a raya al choclón de moribundos que se agarraban a muletazos por alcanzar una consulta. Y fue tal el suceso, que la conmoción llegó a Santiago. Y corrieron los periodistas acezando con sus grabadoras y libretas tomando notas. Y llegó la televisión con cámaras infrarrojas para revelar la imagen extraterrestre, que decían, bajaba al Chile de Pinochet para conversar con un niño pobre. Tanto despelote preocupó a la curia eclesiástica, siempre suspicaz frente a estos arrebatos de la fe popular. Y después de largas reuniones el obispado resolvió mandar a un viejo sacerdote experto en exorcismo a investigar los sucesos de Peña Blanca.
Así, el enjuto encargado se entrevistó con el cura del pueblo, indagó las vidas de los enfermos sanos, sostuvo largas pláticas con Miguel Ángel, permaneció día y noche mirando el peñasco donde decían aterrizaba la virgen. Meditó, rezó el rosario al revés y al derecho, intentó emocionarse con las piruetas parapléjicas de Miguel Ángel, estuvo tentado a parar las patas y ponerse de cabeza para ver el cielo al revés. Por si acaso, se arrepintió mil veces de haber, sido capellán militar, y haberle dado la comunión quizás a tanto asesino. No comió nada, evitando la tentación olorosa de los anticuchos, empanadas y fritangas con ajo que humeaban en la feria instalada a los pies del improvisado santuario. No dijo nada frente a ese circo que transformó el pueblo en una avalancha de acróbatas, saltimbanquis, prestidigitadores y gitanas que comerciaban con la imagen sacrosanta. Fue tolerante con los pósters a color que sacaron con la foto de María abrazada con el chiquillo. Con las distintas representaciones de la virgen: de huasa, de punky, de hippie, y hasta con un casco espacial bajando de un ovni. Se hizo el leso frente a tanta ignominia, lo soportó todo solamente para ver algo, para encontrarse cara a cara con la divinidad y preguntarle por qué había elegido a ese chiquillo mugriento que ni siquiera había hecho la primera comunión. Por qué señora, te apareciste a este cabro hereje. Por qué a mí me niegas tu presencia. A mí, que me he pasado la vida en flagelaciones y torturas, sólo para verte aunque sea de reojo. Por qué ni siquiera una lucecita, ni un rayito de esa tormenta eléctrica que deja con los ojos turnios a toda esta gente. Por qué no me has dado ni una seña, en todos estos días que he tenido que aguantar a tanto pecador, a tanto homosexual sidoso rascándose las pústulas a mi lado.
Por qué señora. Yo que he permanecido una semana con los ojos abiertos, con el corazón en paz, con la boca llena de tierra y las tripas secas de ayuno. Tratando de cachar algún destello, intentando aplacar la rabia, para que me llegue al menos alguna chispita de tu gracia. Para no irme como llegué. Y nada, nada, nada. Puro teatro, pura superchería de pobres y charlatanes. Pura falsedad esos milagros del tal Miguel Ángel. Sugestión colectiva, le voy a poner al informe que me encargó el arzobispado. Y si me equivoco, Dios nomás lo sabe.
El diagnóstico que dio la iglesia sobre el caso de Peña Blanca, más que desacreditar los poderes sanativos de Miguel Ángel, los hizo más populares, sumándose a sus fans otra parte de la religiosidad que desconfía de los curas.
Así, su fama traspasó las fronteras, llegando peregrinos de todo el mundo: enfermos incurables, que ya hablan recorrido otros santuarios tan taquilleros como Lourdes, Fátima y Lo Vásquez, gringos sudorosos por el cáncer, leprosos de la India, locas sídosas y desahuciadas que salían enfermas de sanas, agradeciendo a la virgen el milagro, besándole las manos a Miguel Ángel, que inmutable, recibía las donaciones voluntarias por el pago de sus poderes curativos. Regalos y abonos en dólares y cheques viajeros, que fueron juntando una pequeña fortuna. Para levantar un templo a nuestra señora, contestaba Miguel Ángel, cansado de tanta pregunta indiscreta, agotado de tanta entrevista copuchenta y de tanto repetir el rito del sana, sana, potito de rana.
Por eso, y respondiendo a las numerosas invitaciones que le hacían del extranjero, decidió tomarse un descanso. Y un día cerró el boliche argumentando que se iba a un encuentro internacional de iluminados. Y todo el pueblo lo fue a despedir a la carretera con lágrimas en los ojos. El alcalde leyó un largo y conmovedor discurso, y luego, aleteado por los aplausos, Miguel Ángel se alejó de su tierra repartiendo bendiciones por la ventana del bus, hasta que este fue sólo un puntito azul que se esfumó en la distancia.
Así, con la partida del santo, Peña Blanca retornó a su languidez de anonimato. El viento fue desmantelando los altares y la lluvia del invierno se encargó de desteñir las imágenes arrastradas por la tormenta. El zapatero desarmó su stand de refrescos y volvió a los zapatos, la modista guardó los frasquitos con tierra del monte y regresó a su costura, la profesora no tuvo más clientela traduciendo los mensajes divinos y retornó la tiza y el pizarrón, y los cabros chicos dejaron de ser guías turísticos odiando volver a clases. Y luego y pronto y después, todo volvió a ser tristemente como antes.
Varios años pasaron desde entonces, en Santiago la resistencia ocupó las calles a puro bombazo. Y la dictadura vio llegar los nacarados aires de la democracia, refunfuñando. Y Miguel Ángel se borró de la memoria de la gente, ocupada por los esperados cambios políticos.
Muy pocos se acordaban del niño santo cuando un periódico anunció su regreso. Dos o tres periodistas fueron al aeropuerto a esperarlo, y luego de ver a tanto exiliado bajar del avión y besar el suelo entre lágrimas y babas con tierra natal. Después de verlos descargar media Europa en sus equipajes, gritando en francés a tanto cabro mapuche que se resistía a bajar del avión. Pog qué. Chile seg feo. Yo quereg volveg a París, alegaban los críos del retorno, arrastrados de las orejas, chillando en un cruce de lenguas. Luego de este espectáculo, cuando no quedaban más pasajeros y los periodistas decepcionados por el fallido aviso se aprontaban a marcharse. En un enjambre de azafatas, como en su primer día de vuelo, se acerca una niña de pelo largo y gafas oscuras diciendo: ¿No me reconocen? Soy Miguel Ángel. La virgen me hizo mujer.
El programa especial de televisión que mostró la transfiguración del niño santo lo vio todo el país. Para armar el recuento biográfico, se desempolvaron imágenes de Peña Blanca, las multitudes, el cerro de la virgen, las fotos en éxtasis del Cristo adolescente, su prístino mirar, su pureza de ninfo celeste de entonces, contrastado con la mina tetona de lacia cabellera negra y labios rojos, en entrevista exclusiva por Canal Nacional. Poco quedaba del Miguel Ángel, ángel de los inválidos. Solamente algo de su voz, ahora enroquecida por la madurez, dándole gracias a la virgen por el relámpago transexual que la cambió el género.
También el programa incluyó testimonios de personas allegadas al personaje. Como la anciana doctora del orfanato, entrevistada y asegurando que Miguel Ángel de niño era hombrecito, tenia pene y testículos bien formados. Yo lo sé, porque me tocaba revisarlo bien seguido, de eso estoy segura. Ahora no sé, estoy confundida con los exámenes médicos que dicen que es una mujer y no presenta rastros de cirugía Él dice, perdón ella dice, que la virgen le ofreció para él un último milagro, porque estaba cansada y quería retirarse. Puede ser, yo no soy creyente pero «la fe mueve montañas». Además, hay cosas que aún la ciencia no comprende.
Después de la pausa comercial, habló un obispo. Dijo que Maria Santísima no hacia este tipo de milagros, menos interferir en la creación divina, porque ella, por muy madre que sea, no tiene poderes para cambiar la voluntad del creador que ha hecho al hombre bien hombre, y a la mujer, bien mujer. La biblia es muy clara en estas cosas, no admite trucos sodomitas ni operaciones sexuales con bisturíes místicos. La virgen no se manda sola, ella está subordínada al altísimo, que es la última palabra.
El controvertido documental reventó el rating televisivo. Por la pantalla se vio al Miguel Ángel peinándose, pintándose las uñas, planchando y cocinando como una sencilla doncella. También lo mostró paseando por el cerro de las apariciones de la mano con su actual novio. Un flamante macho joven declarando que se casarían lo antes posible, que serían muy felices y los hijos.... bueno, a la virgen siempre le quedan milagros, y "la fe mueve montañas".
Casi todos los protagonistas del suceso comparecieron en el juicio televisivo, menos el anciano encargado episcopal, ya muy viejo, y repitiendo que por fin la virgen le daba una prueba de su gracia, que después de tanta súplica, María conmovida, se le aparecía encarnada en la transfiguración de Miguel Ángel. Que ahora si podía morir tranquilo, después de ver su cara en la tele, en persona, hablando. Tan linda ella, tan joven, tan bella su mirada misericordiosa que apareció en la foto del diario, que él recortó para ponerla en el altar, para engalanarla de flores, reemplazando así la antigua imagen de esa señora tan pasada de moda.
El viejo sacerdote fue de los pocos que se tragaron el milagro, y se despidió del mundo extasiado con los ojos de su virgen travesti. El resto del país a la semana ya habla olvidado la insólita teleserie. Del Miguel Ángel nunca más se supo, nunca más hizo curaciones mágicas que dieran noticia. Seguramente por estar ocupado, cumpliendo labores domésticas.
En el pueblo nadie quiso hablar del asunto, nadie había prendido la tele ni leído el diario ese día. Sobre el tema se estableció una nube de silencio que borró el nombre Miguel Ángel de la memoria de sus habitantes. Sólo quedó el monte en medio del campo, iluminado a veces por un fulgor lunar que suaviza la erección pétrea con un manto vaporoso. Hasta allí, en medio de la noche, camuflados por las sombras, llegan hoy otro tipo de visitantes; un peregrinaje travesti que sube la cuesta de Peña Blanca con los tacoaltos en la mano. Mariquillas que quieren ser mujer, transexuales indigentes que no tienen plata para operarse, hermafroditas naturistas que exponen la próstata para recibir el hachazo celeste. Son los únicos que aún acuden al santuario, los únicos que riegan de velas el roquerío, los únicos que hacen la manda de quedarse extáticos en pose de diva hasta que retumba el alba. A ver si María desde el cielo los escucha, a ver si la mamita virgen, para callado y a espaldas de Dios, baja a la tierra para repetir el milagro, tan barato, tan suave como un golpe de azucena, sin anestesia y sin dolor.
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