Ana la Pálida
HEINRICH BÖLL
No volví de la guerra sino en la primavera de 1950 y ya para entonces no quedaba en la ciudad nadie a quien yo conociera. Por suerte había heredado dinero de mis padres. Alquilé un cuarto y me tumbé en la cama a fumar y esperar, sin saber qué esperaba. La idea de trabajar no me atraía. Le entregaba dinero a la casera y ella compraba todo para mí y preparaba mis alimentos. Algunas veces, cuando me traía a la habitación el café o la comida se entretenía más de lo que yo hubiera querido. Su hijo había caído en un lugar del frente llamado Kalinowka y al entrar, depositaba la bandeja sobre la mesa y se acercaba al rincón en penumbra donde estaba mi lecho. Allí me mantenía dedicado a restregar las colillas de los cigarrillos en la pared, de suerte que detrás de mi cama la pared estaba llena de marcas negras. La casera era magra y pálida y cuando en las sombras se detenía por encima de mí junto a la cama, yo sentía temor. Era por aquellos sus ojos grandes y brillantes que juzgué al principio que estaba loca y porque siempre tornaba a preguntarme acerca de su hijo.
-¿Está seguro que no lo conoció? El lugar se llamaba Kalinowska. ¿No estuvo nunca allá?
Pero yo no había oído nunca hablar de un tal lugar que se llamara Kalinowska y cada vez optaba por volver la cara a la pared y responder:
-No, realmente no logro acordarme.
La casera no estaba de ninguna manera loca, era una mujer muy ordenada y a mí no dejaban de causarme dolor sus preguntas. Me interrogaba muy a menudo, varias veces al día y camino de la cocina no podía yo dejar de contemplar el retrato de su hijo, una fotografía en colores que colgaba encima del sofá. Era un muchacho rubio y sonriente que lucía su uniforme de calle de la infantería.
-Fue tomada en la guarnición -decía la casera- antes de que partiera al frente.
Era una foto de mediocuerpo: Llevaba un casco y detrás se veía un decorado que simulaba las ruinas de un castillo por las que trepaban unos sarmientos artificiales.
-Era cobrador en el tranvía -decía la casera- Un muchacho diligente. Y cada vez me entregaba la caja colmada de fotografías que estaba sobre su mesa de costura entre los recortes y los ovillos y yo debía tomar en la mano aquella gran variedad de fotos de su hijo: Vistas de grupos escolares en cada una de los cuales uno de los muchachos, sentado al centro de la fila delantera, sostenía una pizarra entre las rodillas, y en la pizarra estaba escrito un VI, un VII y finalmente un VIII. Aparte, atadas con una banda de hule, estaban las fotos de la primera comunión: Un muchacho sonriente vestido con una especie de frac negro que tenía una candela descomunal en la mano delante de un telón adornado con un cáliz dorado. Después venían retratos en que aparecía como aprendiz de cerrajero delante de un torno, la cara llena de hollín, con una lima en la mano.
-No era oficio para él -decía la casera-. Demasiado pesado. Y me mostraba su última foto antes de alistarse: Uniformado de cobrador de tranvía, de pie frente a un vagón de la línea 9 en la terminal aquella donde el tranvía daba una vuelta alrededor de un redondel; yo reconocí el puesto de refrescos en el que comúnmente compraba cigarrillos antes de que viniera la guerra; y reconocí también los álamos que aún están allí, vi la villa con los leones dorados delante del portal que ya no están más, y recordé a la muchacha en la que tanto había pensado durante la guerra: Pálida y bella, de ojos alargados y que abordaba siempre el tranvía en la terminal de la línea 9.
Cada una de aquellas veces miraba por largo tiempo la foto en que aparecía el hijo de la casera en la terminal de la línea cerca de la fábrica de jabón en la que en aquellos días yo había trabajado, oía el chirriar del tranvía, veía el rojo color del refresco que solía tomar los veranos en aquel puesto, verdes anuncios de cigarrillos y otra vez, la muchacha.
-Tal vez -me decía la casera- lo conoció después de todo.
Yo negaba sacudiendo la cabeza y depositaba la fotografía en la caja: Era una foto lustrosa y parecía casi nueva aunque tenía ya ocho años.
-No, no -le decía-. Tampoco Kalinowska, realmente no.
Tenía que ir a menudo a la cocina y ella venía también frecuentemente a mi cuarto, y todo el día pensaba en aquello que deseaba olvidar: La guerra, y botaba las cenizas debajo de mi cama, restregaba las colillas en la pared.
Algunas veces, cuando yacía allí en las tardes, escuchaba en la habitación vecina los pasos de una muchacha, o maldecir en la oscuridad al yugoslavo que vivía en el cuarto contiguo a la cocina cuando antes de entrar a su pieza buscaba el interruptor de la luz.
No fue sino tres semanas después de vivir allí y cuando ya había tenido en la mano la fotografía de Karl no menos de cincuenta veces, que reparé en que el vagón delante del cual se sonreía con su cartera de cobrador, no estaba vacío. Por primera vez me fijé con atención en la foto y vi que en el interior del carro una muchacha sonriente se había colado en ella. Era la misma bella muchacha en la que tantas veces había pensado durante la guerra. La casera se me acercó, me miró atentamente a la cara y me dijo:
-Lo ha reconocido, ¿verdad?-. Y caminó detrás de mí, se asomó por encima de mi hombro para ver la foto y sentí llegar desde atrás a mis espaldas el olor a guisantes frescos que despedía su delantal recogido.
-No -le dije quedamente -Pero la muchacha...
-¿La muchacha? -dijo ella-. Era su novia. Ya no volvió a verla más, pero quizá sea mejor así.
-¿Por qué? -le pregunté.
No me respondió, se apartó de mí y fue a sentarse en su silla junto a la ventana a seguir pelando los guisantes, y sin voltearme a ver dijo:
-¿Conoció usted a esa muchacha?
Tomé la fotografía, miré a la casera y le conté de la fábrica, de la terminal de la línea 9 y de la bella muchacha que siempre se montaba allí.
-¿Nada más?
-No -dije, y ella vació los guisantes en un colador, abrió el grifo y yo solo vi la delgadez de su espalda.
-Cuando usted la vea otra vez, se va a dar cuenta por qué es mejor que él no la haya visto más.
-¿Volverla a ver? -dije.
Se secó las manos en el delantal, se me acercó y me quitó cuidadosamente la foto de la mano. Su cara parecía haberse vuelto más delgada; apartó sus ojos de mí, pero puso con suavidad su mano en mi brazo izquierdo.
-Vive en el cuarto vecino al suyo, Ana. Le decimos siempre Ana la pálida por el rostro tan descolorido que tiene. ¿De verdad que usted no la ha visto nunca?
-No -le dije-. No la he visto, pero la he oído algunas veces. ¿Qué le ocurre?
-No me gusta hablar de eso, pero es mejor que usted lo sepa. Su cara está destrozada completamente, llena de cicatrices: una explosión la lanzó de cabeza en un escaparate. No podría usted reconocerla.
Esa noche esperé largo tiempo hasta poder oír sus pasos, pero la primera vez me equivoqué: Era el alto yugoslavo que me miró extrañado al precipitarme repentinamente en el vestíbulo. Le di apenado las buenas noches y entré en mi cuarto de nuevo.
Buscaba imaginar su rostro lleno de cicatrices pero no podía, y aún cuando lo conseguí era siempre un rostro bello, aún lleno de cicatrices. Pensaba en la fábrica de jabón, en mis padres y en otra muchacha con la que salía a menudo en aquellos días. Su nombre era Elizabeth pero yo le decía cariñosamente Mutz, y se reía siempre que la besaba, lo que me hacía sentir idiota. Durante la guerra le escribía tarjetas postales desde el frente y ella me enviaba paquetes con galletas caseras que llegaban siempre desmoronadas, me mandaba cigarrillos y periódicos y en una de sus cartas decía: A la larga van a triunfar y yo estoy tan orgullosa de que tú estés allí.
Sin embargo, yo no me sentía nada orgulloso de estar allá y cuando recibía pase no se lo comunicaba y salía en cambio con la hija de un tabaquero que vivía en nuestra misma casa. Le daba a la hija del tabaquero jabón que conseguía en la fábrica y ella me obsequiaba cigarrillos y nos íbamos juntos al cine o a bailar, y una vez que sus padres no estaban me llevó a su cuarto y yo la tumbé sobre el sofá en la oscuridad, pero ya subido sobre ella encendió la luz, se rió ladinamente en mi cara y en el encandilamiento del foco pude ver el retrato de Hitler colgando en la pared, una foto en colores y a su alrededor sobre el empapelado rosa estaban desplegadas en forma de corazón las caras duras de unos hombres, postales aseguradas con tachuelas con las caras embutidas en cascos, recortados de revistas. Dejé a la muchacha acostada en el sofá, encendí un cigarrillo y me fui. Posteriormente ambas me escribían postales al frente en las cuales me reprochaban haberme portado mal con ellas, pero no les contesté.
Aguardé a Ana largo rato, fumando cigarrillo tras cigarrillo en la oscuridad y pensando en muchas cosas; y al oír que la llave entraba en la cerradura me sentí falto de coraje para incorporarme y ver su rostro. Oí como abría la puerta y ya dentro canturreaba quedamente mientras iba de aquí allá, y más tarde me puse de pie y esperé en el vestíbulo. Repentinamente todo en su habitación quedó en silencio. Ya no iba más de un lado para otro, ya no cantaba y yo tenía miedo de llamar a su puerta. Escuchaba al yugoslavo murmurar en su cuarto, andar de arriba abajo, oía el burbujear del agua que la casera hervía en la cocina. El cuarto de Ana permanecía por el contrario en quietud y a través de la puerta entornada del mío podía ver las marcas negras de los innumerables cigarrillos restregados en el empapelado.
El yugoslavo alto se había acostado, ya no se escuchaban sus pasos, solo se le oía mascullar y la olla de la cocina no hervía más y me llegó finalmente el ruido de la tapa metálica al cerrar la casera el tarro del café. En el cuarto de Ana todo seguía callado y se me ocurrió entonces que ella, más tarde, habría de contarme lo que había pensado mientras yo permanecía afuera, de pie, frente a su puerta, y más tarde me lo contó todo.
Miré con fijeza a un cuadro que colgaba junto al marco de la puerta: Un resplandeciente lago de plata del que emergía una ninfa con los cabellos dorados y húmedos y sonreía a un mozo labrador que permanecía oculto entre el verdor de un matorral. Alcanzaba a ver la mitad del seno izquierdo de la ninfa y su cuello albo y un tanto alargado.
No sé cuándo pero más tarde puse mi mano en la manija y aún antes de presionarla hacia abajo y empujar lentamente la puerta, supe que había conquistado a Ana: su rostro estaba completamente cubierto de pequeñas cicatrices azulosas y brillantes, un olor a hongos cocinándose en una sartén venía de su cuarto, y yo acabé de abrir la puerta en todo su ancho, puse mi mano en su hombro y traté de sonreír.
Traducción inédita de Sergio Ramírez Mercado
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