miércoles, 24 de marzo de 2010

Y dale con la muerte...

Un ángel peculiar
MARCIN ŚWIETLICKI

trad. Abel Murcia-Soriano

Creía que se trataba de la muerte, pero
no se trataba de la muerte, seguro que no, era
probablemente una antigua novia
de uno de mis antiguos amigos.

O si no, una antigua camarera de algún
antiguo local, aunque no estoy seguro,
me la encuentro a veces en la ciudad,
entre la multitud, el calor sofocante, me mira y

sé quién es, casi, lo tengo en la punta de la lengua,
mi lengua no tiene fin. Ella me mira
atentamente, sin ningún sentimiento, no se trata de la muerte,
es otra cosa, hoy no ha mirado.

de Bajos instintos

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Traducción tomada de aquí.

sábado, 13 de marzo de 2010

El poeta en el parque

El poeta en el parque
AUGUSTO MONTERROSO

El domingo fui al parque. Bajo el sol y rodeado de árboles estaba el poeta, sobre una tarima de color indefinido y frente a unas cincuenta personas que lo escuchaban atentas o despreocupadas o corteses.

El poeta leía en voz alta unos papeles que sostenía con la mano izquierda, mientras con la derecha acentuaba las palabras ahí donde le parecía mejor. Cuando terminaba un poema, se oía el aplauso del publico, tan tenue y tan desganado que casi podía tomarse como una desaprobación. El sol daba con entusiasmo en la cabeza de todos, pero todos habían encontrado la manera de defenderse de el poniéndose encima los programas. Una niñita de tres años y medio señaló riéndose este hecho a su padre, quien también se río, al mismo tiempo que admiraba para sus adentros la inteligencia de su hija.

El poeta, vestido un poco fuera de moda, continuaba leyendo. Ahora se ayudaba con el cuerpo y estiraba los brazos hacia delante, como si de su boca lanzara al público en lugar de palabras, alguna otra cosa, tal vez flores, o algo, aunque el público, atento a guardar el equilibrio para no dejar caer los programas de la cabeza no correspondiera en forma debida al ademún.

Detrás del poeta, sentadas ante una larga mesa cubierta con una tela roja, se encontraban las autoridades, serias, como corresponde. Cerca, en la calzada, se oía el ruido de los autos que pasaban haciendo sonar sus bocinas; más cerca, uno no sabía muy bien por que lado, pero entre los arboles, una banda tocaba la obertura de Guillermo Tell. Esto y aquello echaba a perder un tanto los efectos que el poeta buscaba; pero con cierta voluntad podía entenderse que decía algo de una primavera que albergaba en el corazón y de una flor que una mujer llevaba en la mano iluminándolo todo y de la convicción de que el mundo en general estaba bien y de que solo se necesitaba alguna cosa para que el mundo fuera perfecto y comprensible y armonioso y bello.

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Texto tomado de aquí.

jueves, 11 de marzo de 2010

De las playas I

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Esperas que desaparezca la angustia
Mientras llueve sobre la extraña carretera
En donde te encuentras

Lluvia: sólo espero
Que desaparezca la angustia
Estoy poniéndolo todo de mi parte

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Roberto Bolaño. La Universidad Desconocida. Ed. Anagrama.
Texto tomado de aquí.

Mensajeros de la muerte

Bueno, estar ahí, me dije, era bien extraño. Quiero decir que la carpeta no contenía materiales de cosas dejadas atrás por Simón, sino las tres ramas que aún conformaban su vida, que eran la copa de su árbol, la estructura de su emoción. Recordé una escena de mi primer año en La Tempestad. Habíamos tenido clase el sábado por la mañana. A la salida se improvisó una comida en un merendero de las afueras y Simón también vino. Yo estuve mirándole hablar sin atender a lo que decía, deseando en cambio saber quién era, de que estaba hecho su armazón, eso, en fin, que todos imaginamos que sabremos cuando el cuerpo del otro palpite en nuestros brazos.
Luego abrazamos el cuerpo pero seguimos sin saber o, puede ocurrir, abrazamos y abrimos la carpeta de la vida del otro y preferiríamos no haberlo hecho, del mismo modo que preferiríamos no haber abierto nuestros viejos cajones, no haber topado con el cajetín de plástico de un cepillo de dientes, un paquete de serpentinas sin abrir, un preservativo caducado y un libro repetido que habíamos comprado para regalar: cuatro mensajeros de la muerte.

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Belén Gopegui, Tocarnos la cara, Compactos Anagrama, Barcelona 2001, p. 110

lunes, 8 de marzo de 2010

Lugares comunes en el viejo mimoide

Solaris
STANISŁAW LEM

Y luego la nave partirá, sin ningún sonido, más veloz que la voz, dejando tras sí, hasta el océano, un cono de truenos partidos en octavas basales, y los rostros de las personas se iluminarán por un momento con la idea de que vuelven a casa.
Pero yo no tenía una casa. ¿La Tierra? Pensaba en sus enormes ciudades, bulliciosas y abarrotadas de gente, en las que me perderé, me entregaré, casi como si hiciera aquello que deseaba hacer la segunda o tercera noche- lanzarme al océano, que olea pesadamente en la oscuridad. Me ahogaré en la gente. Seré un compañero callado y atento, y por tanto apreciado, tendré muchos conocidos, incluso amigos, y mujeres, e incluso puede que a una mujer. Durante algún tiempo tendré que obligarme a sonreir, hacer reverencias, levantarme, dedicarme al sinfín de actividades cotidianas de las que se compone la vida terrestre, hasta que dejaré de sentirlas. Encontraré nuevas aficiones, nuevas ocupaciones, pero no me entregaré a ellas por completo. A nada ni a nadie, ya nunca más. Y puede que en la noche mire hacia allá, donde en el cielo la oscuridad de una nube de polvo, como cortina negra oculta el resplandor de dos soles, recordando todo, incluso esto que pienso ahora, y me acordaré con una sonrisa de condescendencia, en la que habrá un poco de pena pero también de superioridad, de mis locuras y esperanzas. No considero que ese yo del futuro sea peor que Kelvin, quien estaba dispuesto a todo por aquel asunto llamado Contacto. Y nadie tendrá el derecho a juzgarme.

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Texto tomado de aquí.