domingo, 28 de mayo de 2017

Certezas


Salí a pasear por la calle Franciszkanska y nos pusimos a mirar a mirar los escaparates de las librerías especializadas en libros sagrados. Casi todas se encontraban desiertas. La Torá había dejado de estar de moda. ¿Quién necesitaba tantos comentarios, interpretaciones, exégesis, libros de sermones y de moral? ¿Quién necesitaba explicaciones sobre las interrogantes que le plantearon a Rashi los tosafistas? Además, ya los habían contestado otros autores. Mi padre era plenamente consciente de que sus hijos, Israel Yehoshúa y yo, habían acabado involucrándose en la literatura laica. Mi hermano había publicado varios libros y mi nombre también había aparecido en ocasiones en alguna revista literaria o incluso en el periódico. No obstante, mi padre no hablaba del tema, y creo que ni siquiera se permitía pensar en ello. Según él, todos los libros del pensamiento ilustrado, tanto los escritos en hebrero como en yiddish, constituían un veneno para el alma. Los autores eran una banda de payasos libertinos y sinvergüenzas. ¡Qué oprobio y qué vejación sentía por haber engendrado semejante descendencia! Mi padre culpaba de ello a mi madre, la hija de un misnaguid, un oponente del jasidismo. Ella era quien había plantado en nosotros la semilla de la duda y la apostasía. Solo un consuelo le quedaba a mi padre: que no habíamos crecido ignorantes. Habíamos estudiado la Torá, y cualquiera que haya probado alguna vez el sabor de la Torá, jamás olvidará que Dios existe.

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SINGER, I. B. (2003) Amor y exilio. Madrid, España: Suma de Letras. P. 250. 
Traducción de Rhoda Henelde Abecassis y Jacob Abecassis


domingo, 21 de mayo de 2017

Lenguajes XXII


Romance de la luna
FEDERICO GARCÍA LORCA

La luna vino a la fragua
con su polisón de nardos.
El niño la mira mira.
El niño la está mirando.

En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.

Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.

Niño déjame que baile.
Cuando vengan los gitanos,
te encontrarán sobre el yunque
con los ojillos cerrados.

Huye luna, luna, luna,
que ya siento sus caballos.
Niño déjame, no pises,
mi blancor almidonado.

El jinete se acercaba
tocando el tambor del llano.
Dentro de la fragua el niño,
tiene los ojos cerrados.

Por el olivar venían,
bronce y sueño, los gitanos.
Las cabezas levantadas
y los ojos entornados.

¡Cómo canta la zumaya,
ay como canta en el árbol!
Por el cielo va la luna
con el niño de la mano.

Dentro de la fragua lloran,
dando gritos, los gitanos.
El aire la vela, vela.
el aire la está velando.


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Texto tomado de aquí.

domingo, 14 de mayo de 2017

Día de la Madre

La historia de la madre de Jolanta, mujer destripada

Ay, cómo me gustaba manejar. Primero tenía un pequeño Fiat 126. Anaranjado. Yo misma le hice las cubiertas, porque las de fábrica parecían una cortinilla de tren. Estaba tan contenta con ese carro que todas las mañanas le echaba colonia. Y no cualquier colonia, sino una del pewex. Manejaba como una reina, me pasaba de velocidad, me enfurecían otros conductores. Una desquiciada completa al volante. No sé por qué me gustaba tanto, pero cuando bajaba la ventana y ponía mi pelo al viento sentía que era el único momento digno de ser vivido.

A veces, al desayunar, decía, como quien no quiere la cosa: “¡Oigan, vamos a la playa!”. Y mi esposo que para qué y que con qué. Y yo que para nada y que con plata. Le compraba al vecino gasolina en bidones. Si alguien hubiera echado fuego, todo el edificio habría explotado. Casi todos en la Fábrica de Automóviles robaban, se pasaban de la medida en cuanto se podía. Y guardaban las reservas en el sótano. Y yo, yo tenía una imaginación rebelde, yo tenía estilo. Tomaba todo y listo, nos íbamos a Gdansk. Los niños eran pequeñitos, se sentaban sin protestar en los asientos traseros. Mi esposo iba adelante, ofendido, molesto. “Para qué viajar, – se quejaba – ¿qué haremos después, cuando falte gasolina?” No era una persona dispuesta a un disfrute espontáneo. Entonces yo le preguntaba que para qué guardar algo que no se utiliza. ¿Acaso se va a llevar esos bidones a la tumba? ¿Debía ponérselos en el ataúd?

Fumaba casi dos cajetillas de cigarrillos solo en la ida. Fumaba y corría. Los niños jugaban a contar vacas o carros rojos en el camino. Escuchábamos radio, donde reportaban el nivel de agua: subió dos, bajó cuatro, en la estación de Miedonia sin cambios. Mi esposo comentaba irónico que tal vez lleguemos a Miedionia, en la frontera sur, pero yo quería llegar a la Triciudad en el norte. Al mar.

Llegábamos de noche, primero deprisa a mojar los pies en el mar, luego a comer wafles. Y luego a un hostal barato, y ya después de pagar el hotel apenas nos alcanzaba para el camino de regreso. Y de nuevo al carro, nuevamente un galope más veloz que mi pensamiento. Hicimos este viaje un par de veces.

Cuando viajaba por esta pobre Polonia muchas veces me decía: no puede ser, yo no encajo aquí, hago las cosas a lo grande, tengo ambiciones en la vida. Quiero ir a otros países, donde se entra con el carro a la cocina, donde no falta gasolina, donde se puede viajar tan rápido que las llantas se separan del asfalto. Donde el Fiat se eleva sobre las copas de los árboles.

Una vez volvíamos de una excursión al bosque de Bielany. Es cerca, basta con cruzar el puente. El sol fue muy intenso durante todo el día, me hizo doler la cabeza. Empacamos frazadas, fiambre, y nos pasamos todo el día echados sin preocupación. En la noche había que regresar a casa.

Yo entraba de la auxiliar a la principal. Tal vez me distraje, estaría pensando en otra cosa o viendo algo, o tal vez estaba confundida por el sol y los gritos de los niños. Tomé la curva con demasiada velocidad y golpeamos la barandilla, el carro se dobló como un abanico. Los niños en la parte de atrás casi no fueron afectados, mi esposo chocó su cabeza contra el vidrio delantero. Y yo salí volando del carro y me quedé colgada de esa baranda. Con las piernas abiertas. El médico de la ambulancia no podía detener el sangrado.

En cuanto recuperé la conciencia me llevaron a la sala de operaciones. Y me dicen que van a extirpar algunos órganos porque están destrozados y que además ya no los necesito. Ya cumplieron su función. Me sacaron los ovarios, el útero, y parte del cuello uterino. Me metieron diferentes objetos de relleno. Bobinas, tubos, incluso láminas para huesos. Hay unas muñecas que venden en los quioscos que puedes desmontar y luego armar de nuevo, colocar el brazo en vez de la pierna, poner la cabeza al revés. Me sentía así.

Como si estuviera en el taller de Frankenstein. Tenemos en la casa ese libro en alguna parte. Cuando lo leí luego, encontré esta frase: “La vida es terca y se aferra al cuerpo precisamente cuando más la odias”. ¡Pero yo no pensaba eso! Estaba agradecida por tener un cuerpo y de que este esté vivo. Tengo una vida – así pensaba – la sostengo muy fuerte entre las manos. Estuve dos meses en el hospital. Todos los días miraba al árbol detrás de la ventana y todos los días agradecía. Por mi vida. Porque no le pasó nada a mi familia. Ahora todo será mejor, me repetía. Una rehabilitación dolorosa y luego de ella el retorno al día a día.

Pero cuando volví a casa y por fin pude ponerme a trabajar, llegaron los dolores fantasma. Dolían los cordones umbilicales arrancadas y todos los niños que ya no daré a luz. Me sentía vacía. Al hablar, tenía la sensación de que dentro mío había un eco. Cada palabra rebotaba del fondo del vientre y volvía a mi garganta. Eructaba palabras. No podía remediarlo. Estaba incompleta, dañada. Artificialmente completada.

Creo que por eso me dejó mi esposo. No quería hacer el amor – estaba la vulva y detrás de ella un hueco inmenso en el que podía perderse. Nada de vagina dentata como dicen en la revista “Mujer y vida”. Más bien vagina vaciata. Cero. Nada. Una nada aterradora.

Amo mucho a mis hijos. Solo ellos recuerdan el lugar del que provienen y que ya no existe en
mí.

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Fragmento de la novela "Jolanta" de Sylwia Chutnik.
La acción transcurre en la Polonia comunista, en los ochenta.
Traducción de Alhelí Málaga Sabogal.

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CHUTNIK, S. (2015) Jolanta. Cracovia, Polonia: Znak. Pp. 45-48

domingo, 7 de mayo de 2017

Atrapados




-Aprovechando que el señor Enrique no está – dijo – quisiera reiterar a todos los presentes que no son solo los cuentos lo que no debemos comentar. Tampoco debemos comentar nada de lo sucedido en terapia. Es uno de sus principios básicos. Incluso si una sesión fue tan intensa como la de ayer. En casos como este nuestro silencio es aún más necesario.
-¿Por qué? - preguntó Eusebio Kaim, sin alzar la mirada del plato.
-Porque entonces encubrimos con nuestras palabras e intentos de interpretación aquello que hemos descubierto. Al contrario, debemos dejar que la verdad empiece a actuar. Que encuentre su camino a nuestras almas. Sería deshonesto, respecto a todos nosotros, matar esa verdad por medio de discusiones académicas. Créanme que así es mejor.

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Me pregunto cómo sería, pensó Szacki, si ahora estacionase en el patio y entrase a ese departamento en el tercer piso, y allí me esperase aquella chica. Si tuviese una vida completamente distinta, otros discos de música, otros libros en los estantes, si sintiese el olor de otro cuerpo a mi lado. Podríamos ir a pasear por el parque Lazienki, le contaría por qué tuve que ir hoy a trabajar, por ejemplo en un estudio de arquitectos, y ella diría que soy muy valiente y me compraría un helado junto al teatro La Isla. Todo sería distinto.
Qué vileza, pensaba Szacki, que solo tengamos una vida, y que esta nos fatigue tan pronto.

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MIŁOSZEWSKI, Z. (2007). Uwikłanie. Varsovia, Polonia: Grupa Wydawnicza Foksal, p. 11 y p. 25-26