La vocación como privilegio
ZYGMUNT BAUMAN
No hay nada demasiado nuevo en la
clasificación de los trabajos en función de la satisfacción que brinden.
Siempre se codiciaron ciertas tareas por ser más gratificantes y constituir un
medio para sentirse "realizado”; otras actividades fueron soportadas como
una carga. Algunos trabajos eran considerados "trascendentes” y se
prestaban más fácilmente que otros para ser tenidos en cuenta como vocaciones,
fuentes de orgullo y autoestima. Sin embargo, desde la perspectiva ética era imposible
afirmar que un trabajo careciera de valor o fuera degradante; toda tarea
honesta conformaba la dignidad humana y todas servían por igual la causa de la
rectitud moral y- la redención espiritual. Desde el punto de vista de la ética
del trabajo, cualquier actividad (trabajo en sí) "humanizaba", sin importar
cuánto placer inmediato deparara (o no) a quienes la realizaran. En términos
éticos, la sensación del deber cumplido era la satisfacción más directa,
decisiva y — en última instancia — suficiente que ofrecía el trabajo; en este
sentido, todos los trabajos eran iguales. Hasta el íntimo sentimiento de realización
personal experimentado por quienes vivían su oficio como auténtico llamado era
equiparado a la conciencia de "la tarea bien cumplida" que, en
principio, estaba a disposición de todos los trabajadores, incluso los que
desempeñaban las tareas más bajas y menos interesantes. El mensaje de la ética
del trabajo era la igualdad: minimizaba las obvias diferencias entre las distintas
ocupaciones, la satisfacción potencial que podían ofrecer y su capacidad de
otorgar estatus o prestigio, además de los beneficios materiales que brindaban.
No pasa lo mismo con el examen
estético y la actual evaluación del trabajo. Estos subrayan las diferencias y
elevan ciertas profesiones a la categoría de actividades fascinantes y refinadas
capaces de brindar experiencias estéticas — y hasta artísticas — , al tiempo
que niegan todo valor a otras ocupaciones remuneradas que sólo aseguran la
subsistencia. Se exige que las profesiones "elevadas" tengan las
mismas cualidades necesarias para apreciar el arte: buen gusto, refinamiento,
criterio, dedicación desinteresada y una vasta educación. Otros trabajos son
considerados tan viles y despreciables, que no se los concibe como actividades
dignas de ser elegidas voluntariamente. Es posible realizar esos trabajos sólo
por necesidad y sólo cuando el acceso a otro medio de subsistencia queda
cerrado.
Los trabajos de la primera categoría
son considerados "interesantes"; los de la segunda, "aburridos".
Estos dos juicios lapidarios, además, encierran complejos criterios estéticos
que los sustentan. Su franqueza ("No hace falta justificación",
"No se permite apelar") demuestra abiertamente el crecimiento de la
estética sobre la ética, que antes dominaba el campo del trabajo. Como todo
cuanto aspire a convertirse en blanco del deseo y objeto de la libre elección
del consumidor, el trabajo ha de ser "interesante": variado,
excitante, con espacio para la aventura y una cierta dosis de riesgo, aunque no
excesiva. El trabajo debe ofrecer también suficientes ocasiones de experimentar
sensaciones novedosas, Las tareas monótonas, repetitivas, rutinarias, carentes
de aventura, que no dejan margen a la iniciativa ni presentan desafíos a la
mente u oportunidades de ponerse a prueba, son "aburridos", Ningún
consumidor experimentado aceptaría realizarlos por voluntad propia, salvo que se
encontrara en una situación sin elección (es decir, salvo que haya perdido o se
le esté negando su identidad como consumidor, como persona que elige en
libertad). Estos últimos trabajos carecen de valor estético; por lo tanto,
tienen pocas posibilidades de transformarse en vocaciones en esta sociedad de
coleccionistas de experiencias.
Pero lo importante es que, en un
mundo dominado por criterios estéticos, los trabajos en cuestión ni siquiera
conservan el supuesto valor ético que se les asignaba antes. Sólo serán elegidos
voluntariamente por gente todavía no incorporada a la comunidad de
consumidores, por quienes aún no han abrazado el consumismo y, en consecuencia,
se conforman con vender su mano de obra a cambio de una mínima subsistencia
(ejemplo: la primera generación de inmigrantes y "trabajadores golondrina"
provenientes de países o regiones más pobres o los residentes de países pobres,
con trabajo en las fábricas establecidas por el capital inmigrante, que viajan
en busca de mayores posibilidades de trabajo). Otros trabajadores deben ser
forzados a aceptar tareas que no ofrecen satisfacción estética. La coerción
brusca, que antes se ocultaba bajo el disfraz moral de la ética del trabajo,
hoy se muestra a cara limpia, sin ocultarse.
La seducción y el estímulo de los
deseos, infalibles herramientas de integración/motivación en una sociedad de
consumidores voluntarios, carecen en esto de poder. Para que la gente ya convertida
al consumismo tome puestos de trabajo rechazados por la estética, se le debe
presentar una situación sin elección, obligándola a aceptarlos para defender su
supervivencia básica. Pero ahora, sin la gracia salvadora de la nobleza moral.
Como la libertad de elección y la
movilidad, el valor estético del trabajo se ha transformado en poderoso factor
de estratificación para nuestra sociedad de consumo. La estratagema ya no
consiste en limitar el período de trabajo al mínimo posible dejando tiempo
libre para el ocio; por el contrario, ahora se borra totalmente la línea que
divide la vocación de la ausencia de vocación, el trabajo del hobby, las tareas
productivas de la actividad de recreación, para elevar el trabajo minino a la
categoría de entretenimiento supremo y más satisfactorio que cualquier otra
actividad. Un trabajo entretenido el privilegio más envidiado. Y los afortunados
que lo tienen se lanzan de cabeza a las oportunidades de sensaciones fuertes y
experiencias emocionantes ofrecidas por esos trabajos. Hoy abundan los
"adictos al trabajo" que se esfuerzan sin horario fijo, obsesionados
por los desafíos de su tarea durante las 24 horas del día y los siete días de
la semana. Y no son esclavos: se cuentan entre la élite de los afortunados y
exitosos.
El trabajo rico en experiencias
gratificantes, el trabajo como realización personal, el trabajo como sentido de
la vida, el trabajo como centro y eje de todo lo que importa, como fuente de orgullo,
autoestima, honor, respeto y notoriedad. . . En síntesis; el trabajo como
vocación se ha convertido en privilegio de unos pocos, en marca distintiva de
la élite, en un modo de vida que la mayoría observa, admira y contempla a la
distancia, pero experimenta en forma vicaria a través de la literatura barata y
la realidad virtual de las telenovelas. A la mayoría se le niega la oportunidad
de vivir su trabajo como una vocación.
El "mercado flexible de
trabajo" no ofrece ni permite un verdadero compromiso con ninguna de las
ocupaciones actuales.
El trabajador que se encariña con
la tarea que realiza, que se enamora del trabajo que se le impone e identifica
su lugar en el mundo con la actividad que desempeña o la habilidad que se le
exige, se transforma en un rehén en manos del destino. No es probable ni
deseable que ello suceda, dada la corta vida de cualquier empleo y el
"Hasta nuevo aviso" implícito en todo contrato. Para la mayoría de la
gente, salvo para unos pocos elegidos, en nuestro flexible mercado laboral,
encarar el trabajo como una vocación implica riesgos enormes y puede terminar
en graves desastres emocionales.
En estas circunstancias, las exhortaciones
a la diligencia y la dedicación suenan a falsas y huecas, y la gente razonable haría
muy bien en percibirlas como tales y no caer en la trampa de la aparente
vocación, entrando en el juego de sus jefes y patrones. En verdad, tampoco esos
jefes esperan que sus empleados crean en la sinceridad de aquel discurso: sólo
desean que ambas partes finjan que el juego es real y se comporten en consecuencia.
Desde el punto de vista de los empleadores, inducir a su personal a tomar en
serio la farsa significa archivar los problemas que inevitablemente explotarán
cuando un próximo ejercicio imponga otra "reducción" o una nueva ola "racionalízadora".
El éxito demasiado rápido de los sermones moralizantes, por otro lado, resultaría
contraproducente a largo plazo, pues apartaría a la gente de su verdadera
vocación: el deseo de consumir.
Todo este complejo entretejido
entre "lo que se debe" y "lo que no se debe hacer", entre
los sueños y sus costos, la tentación de rendirse y las advertencias para no
caer en tales trampas, se presenta como un espectáculo bien armado frente a un público
ávido de vocación. Vemos cómo grandes deportistas y estrellas cíe otros ámbitos
llegan a la cima de su carrera; pero alcanzan el éxito y la fama a costa de
vaciar su vida de todo lo que se interponga en su camino hacia el éxito. Se
niegan los placeres que la gente común más valora. Sus logros muestran todos
los síntomas de ser reales. Difícilmente haya un ambiente menos polémico y más
convincente para poner a prueba la "calidad real'' de la vida que una
pista de atletismo o una cancha de tenis. ¿Quién se atrevería a poner en duda
la excelencia de un cantante popular, reflejada en el delirio tumultuoso de la
muchedumbre que llena los estadios? En este espectáculo que se ofrece a todos
no parece haber lugar para la farsa, el engaño o las intrigas detrás de
bambalinas. Todo se presenta a nuestra vista como si fuera real, y cualquiera
puede juzgar lo que ve. El espectáculo de la vocación se realiza abiertamente, desde
el comienzo hasta el fin ante multitudes de fanáticos.
(Esto, al menos, es lo que
parece. Por cierto que la verdad del espectáculo es el cuidadoso resultado de
innumerables guiones y ensayos generales.)
Los santos de este culto al
estrellato deben ser, al igual que todos los santos, admirados y erigidos como
ejemplos, pero no imitados. Encarnan, al mismo tiempo, el ideal de la vida y su
imposibilidad. Las estrellas de estadio y escenario son desmesuradamente ricas,
y su devoción y su sacrificio, por cierto, dan los frutos que se esperan del
trabajo vivido como vocación: la lista de premios que-reciben los campeones de
tenis, golf o ajedrez, o las transferencias de los futbolistas, son parte esencial
del culto, como lo fueron los milagros o los relatos de martirios en el culto
de los santos de la fe.
"No obstante, la parte de la
vida a que renuncian las estrellas es tan estremecedora como impresionantes son
sus ganancias. Uno de los precios más altos es el carácter transitorio de su
gloria: suben hasta el cielo desde la nada; a la nada vuelven y allí se
desvanecerán. Precisamente por esto, las estrellas del deporte son los mejores
actores en este juego moral de la vocación: está en la naturaleza misma de sus
logros el hecho de que su vida útil sea corta, tan breve como la juventud
misma. En la versión de los deportistas, el trabajo como vocación es autodestructivo,
y su vida está condenada a un final abrupto y veloz. La vocación puede ser muchas
cosas, pero lo que definitivamente no es (al menos en estos casos), es un
proyecto de vida o una estrategia para siempre. En la versión deportiva la vocación
es, como cualquier otra experiencia posmoderna de los nuevos coleccionistas de
sensaciones, un episodio.
Los "santos puritanos"
de Weber, que vivían su vida de trabajo como esfuerzos profundamente éticos,
como la realización de mandatos divinos, no podían ver el trabajo de otros —
cualquier trabajo — sino como una cuestión esencialmente moral. La élite de
nuestros días, con igual naturalidad, considera que toda forma de trabajo es
ante todo una cuestión de satisfacción estética.
Frente a la vida que llevan
quienes se encuentran en la escala más baja de la jerarquía social, esta
concepción — como cualquier otra que la haya precedido — es una burda farsa. Sin
embargo, permite creer que la "flexibilidad" voluntaria de las condiciones
de trabajo elegidas por los que están arriba — que, una vez elegidas, son tan
valoradas y protegidas — resultan una bendición para los otros, incluso para
quienes la "flexibilidad" no sólo no significa libertad de acción,
autonomía y derecho a la realización personal, sino entraña también falta de
seguridad, desarraigo forzoso y un futuro incierto.
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Fuente: BAUMAN, Z. Trabajo, consumismo y nuevos pobres. "Cap. 2: De la ética del trabajo a la estética del consumo"
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Texto tomado de aquí.
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