domingo, 14 de mayo de 2017

Día de la Madre

La historia de la madre de Jolanta, mujer destripada

Ay, cómo me gustaba manejar. Primero tenía un pequeño Fiat 126. Anaranjado. Yo misma le hice las cubiertas, porque las de fábrica parecían una cortinilla de tren. Estaba tan contenta con ese carro que todas las mañanas le echaba colonia. Y no cualquier colonia, sino una del pewex. Manejaba como una reina, me pasaba de velocidad, me enfurecían otros conductores. Una desquiciada completa al volante. No sé por qué me gustaba tanto, pero cuando bajaba la ventana y ponía mi pelo al viento sentía que era el único momento digno de ser vivido.

A veces, al desayunar, decía, como quien no quiere la cosa: “¡Oigan, vamos a la playa!”. Y mi esposo que para qué y que con qué. Y yo que para nada y que con plata. Le compraba al vecino gasolina en bidones. Si alguien hubiera echado fuego, todo el edificio habría explotado. Casi todos en la Fábrica de Automóviles robaban, se pasaban de la medida en cuanto se podía. Y guardaban las reservas en el sótano. Y yo, yo tenía una imaginación rebelde, yo tenía estilo. Tomaba todo y listo, nos íbamos a Gdansk. Los niños eran pequeñitos, se sentaban sin protestar en los asientos traseros. Mi esposo iba adelante, ofendido, molesto. “Para qué viajar, – se quejaba – ¿qué haremos después, cuando falte gasolina?” No era una persona dispuesta a un disfrute espontáneo. Entonces yo le preguntaba que para qué guardar algo que no se utiliza. ¿Acaso se va a llevar esos bidones a la tumba? ¿Debía ponérselos en el ataúd?

Fumaba casi dos cajetillas de cigarrillos solo en la ida. Fumaba y corría. Los niños jugaban a contar vacas o carros rojos en el camino. Escuchábamos radio, donde reportaban el nivel de agua: subió dos, bajó cuatro, en la estación de Miedonia sin cambios. Mi esposo comentaba irónico que tal vez lleguemos a Miedionia, en la frontera sur, pero yo quería llegar a la Triciudad en el norte. Al mar.

Llegábamos de noche, primero deprisa a mojar los pies en el mar, luego a comer wafles. Y luego a un hostal barato, y ya después de pagar el hotel apenas nos alcanzaba para el camino de regreso. Y de nuevo al carro, nuevamente un galope más veloz que mi pensamiento. Hicimos este viaje un par de veces.

Cuando viajaba por esta pobre Polonia muchas veces me decía: no puede ser, yo no encajo aquí, hago las cosas a lo grande, tengo ambiciones en la vida. Quiero ir a otros países, donde se entra con el carro a la cocina, donde no falta gasolina, donde se puede viajar tan rápido que las llantas se separan del asfalto. Donde el Fiat se eleva sobre las copas de los árboles.

Una vez volvíamos de una excursión al bosque de Bielany. Es cerca, basta con cruzar el puente. El sol fue muy intenso durante todo el día, me hizo doler la cabeza. Empacamos frazadas, fiambre, y nos pasamos todo el día echados sin preocupación. En la noche había que regresar a casa.

Yo entraba de la auxiliar a la principal. Tal vez me distraje, estaría pensando en otra cosa o viendo algo, o tal vez estaba confundida por el sol y los gritos de los niños. Tomé la curva con demasiada velocidad y golpeamos la barandilla, el carro se dobló como un abanico. Los niños en la parte de atrás casi no fueron afectados, mi esposo chocó su cabeza contra el vidrio delantero. Y yo salí volando del carro y me quedé colgada de esa baranda. Con las piernas abiertas. El médico de la ambulancia no podía detener el sangrado.

En cuanto recuperé la conciencia me llevaron a la sala de operaciones. Y me dicen que van a extirpar algunos órganos porque están destrozados y que además ya no los necesito. Ya cumplieron su función. Me sacaron los ovarios, el útero, y parte del cuello uterino. Me metieron diferentes objetos de relleno. Bobinas, tubos, incluso láminas para huesos. Hay unas muñecas que venden en los quioscos que puedes desmontar y luego armar de nuevo, colocar el brazo en vez de la pierna, poner la cabeza al revés. Me sentía así.

Como si estuviera en el taller de Frankenstein. Tenemos en la casa ese libro en alguna parte. Cuando lo leí luego, encontré esta frase: “La vida es terca y se aferra al cuerpo precisamente cuando más la odias”. ¡Pero yo no pensaba eso! Estaba agradecida por tener un cuerpo y de que este esté vivo. Tengo una vida – así pensaba – la sostengo muy fuerte entre las manos. Estuve dos meses en el hospital. Todos los días miraba al árbol detrás de la ventana y todos los días agradecía. Por mi vida. Porque no le pasó nada a mi familia. Ahora todo será mejor, me repetía. Una rehabilitación dolorosa y luego de ella el retorno al día a día.

Pero cuando volví a casa y por fin pude ponerme a trabajar, llegaron los dolores fantasma. Dolían los cordones umbilicales arrancadas y todos los niños que ya no daré a luz. Me sentía vacía. Al hablar, tenía la sensación de que dentro mío había un eco. Cada palabra rebotaba del fondo del vientre y volvía a mi garganta. Eructaba palabras. No podía remediarlo. Estaba incompleta, dañada. Artificialmente completada.

Creo que por eso me dejó mi esposo. No quería hacer el amor – estaba la vulva y detrás de ella un hueco inmenso en el que podía perderse. Nada de vagina dentata como dicen en la revista “Mujer y vida”. Más bien vagina vaciata. Cero. Nada. Una nada aterradora.

Amo mucho a mis hijos. Solo ellos recuerdan el lugar del que provienen y que ya no existe en
mí.

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Fragmento de la novela "Jolanta" de Sylwia Chutnik.
La acción transcurre en la Polonia comunista, en los ochenta.
Traducción de Alhelí Málaga Sabogal.

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CHUTNIK, S. (2015) Jolanta. Cracovia, Polonia: Znak. Pp. 45-48

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