martes, 26 de julio de 2011

madurar

Dudas, muchas dudas
PEDRO JUAN GUTIÉRREZ


La miseria hacía estragos. Cada día más estragos y todos intentaban irse de algún modo. Irse a otro sitio. Como en una estampida. Carlitos, hijo del caos, llamaba todos los días a su madre y a su hermano. Y lloraba. Muy trastornado en Miami, sin poder dormir. No disfrutaba su american dream. Gastaba un capital en teléfono y no concentraba interés y energía en algo concreto. No podía. Llevaba dentro el desespero del caos. Su corazón permanecía cercado por los barrotes.
Por aquellos días tuve un poco de sexo con su hermana. Ella era médico, leía a Bécquer, le apasionaban las telenovelas mexicanas y los poemas de consejas espirituales de Benedetti, que me copiaba en papeles de recetas y me saturaba con ellos para que yo aprendiera algo de poesía. Se propuso educarme estéticamente. Estaba convencida de mi mal gusto desde que descubrió en un rincón de mi casa los Poemas para combatir la calvicie, de Nicanor Parra.
Ella usaba frases como "hacer el amor", "podemos ser felices", "yo jamás digo mentiras", y cosas así. Vivía muy confundida. Sucede a menudo. Demasiada gente alrededor lo confunde a uno. Y empiezan los tirones entre lo que se debe y lo que se puede y lo que se quiere. Y entre lo que no se debe, lo que no se puede y lo que no se quiere.
Siempre tenia mareos porque se saturaba con sedantes, tenía en su haber tres intentos de suicidio y mantenía latente y agazapada esa intención. Le dedicaba mucho tiempo a un sicólogo que intentaba reconciliarla con todo, a pesar de todo.
En fin. La médica no era confiable, y mi sexo y su amor duraron poco. "Un abismo de incomprensiones separaba a la bella joven y al apuesto y maduro galán", pudo escribir Torín Cellado.
Por cierto, saqué una cuenta y en los últimos cinco años tuve relaciones sexuales con veintidós mujeres. Ese average no es lo ideal en un hombre de cuarenta y cinco años. Nada de arrepentimientos, pero me preocupé. No por la interioridad, sino por el sida. Me jodería condenarme a muerte antes de tiempo por gozar un hueco equivocado.
Bueno, promiscuidades aparte, tuve que seguir. Endureciéndome, claro. La gente creía que yo maduraba. Pero no. Solo intentaba ponerme más y más duro y no permitir que me manipularan. Cada quien que se jodiera solo. Yo tenía que dosificar muy bien el poquito de amor que me quedaba dentro para evitar que el tanque quedara en cero y el motor se detuviera. No perdía las esperanzas de recargar en algún sitio. Utópico de mierda. Jodido pero soñando con encontrar algo hermoso dentro de mí que de nuevo me llenara el tanque a tope para repetirlo todo y por ser otra vez aquel tipo generoso y buen amante. ¿Serás imbécil?, me preguntaba a veces. En otras ocasiones, más relajado, me decía: Si, es posible.
Pues así andaba. Muy preocupado por mi vejez creciente y la soledad tradicional de los viejos y todo eso. Pero sucesivamente aparecían mujeres y me decían: "Oh, eres tan maduro, ¡Que bien! Como me gustaría vivir aquí contigo y haríamos esto y lo otro." Y yo pensaba: Ah, sí, yo tan maduro. Si supieran la verdad salían corriendo y gritando y jamás volvían a pasar ni por la esquina.
Así que seguía solo. Con mis cuarenta y cinco años. Y cada día era mejor y más fácil. Las primeras quemaduras son las que más duelen, después salen callos, como dice mi amigo Hank. De los cuarenta en adelante todo es más sencillo. O por lo menos se ve más claro.
Ya había sacado algunas conclusiones. Je, je. "Algunas conclusiones". ¡Qué horror! ¿Habrá alguien en el mundo capaz de hacerlo? Bueno, lo que quiero decir es que ya comprendía algo tan antiguo como la humanidad, pero que siempre hay que aprenderlo otra vez: la ética del pobre es amar a quien tiene dinero y ofrece alguna migaja. La ética del esclavo es amar y admirar al amo. Así de sencillo. El pobre, o el esclavo, da igual, no puede complicar demasiado su moral, ni ser muy exigente con su dignidad, so pena de morirse de hambre. "Si me da un poco ya es bueno y lo amo", eso es todo. Las mujeres generalmente lo comprenden desde muy pequeñas y lo aceptan. Pero los hombres nos complicamos un poco más con la rebeldía, la rectitud de principios y todo eso. Al fin lo entendemos un poco más tarde.
Bueno, ese instinto de conservación bien desarrollado es una de las caras de la pobreza. Pero la pobreza tiene muchas caras. Quizás su cara más visible es que te despoja de la grandeza de espíritu. O al menos de la amplitud de espíritu. Te convierte en un tipo ruin, miserable, calculador. La necesidad única es sobrevivir. Y al carajo la generosidad, la solidaridad, la amabilidad y el pacifismo.
En medio de tantas dudas llegó Alejandro, un viejo amigo. Medio borracho y alegre. Ese día le avisaron que en un sorteo se ganó una visa de residencia en USA. El tipo estaba eufórico. Todas sus amigas querían casarse con él. Le ofrecían dinero para que se casara y se las llevara. Pero él no. Solo quería llevarse a su madre: "La única impedimenta que me puedo llevar es mi madre. Si los hijoputas de la embajada me dan visa para ella. No puedo dejar a la vieja sola."
Busqué una botella de ron. Y bebimos. Bebimos mucho esa noche y Alejandro planificando lo que haría y lo que no haría en Miami. Hablamos tanto que ya no recuerdo nada. Yo le decía: "Para el próximo bombo voy a enviar mi carta. A lo mejor tengo suerte."
Hoy estoy con resaca. El ron era asquerosamente malo y tengo dolor de cabeza. Pero aun así sigo intentando ordenar mi vida interior. En el exterior no tengo problemas. Todo creen que hay un solo Pedro Juan, muy sólido, muy eficaz y muy alegre. No se imaginan que en el interior están todos los Pedritos fajados a pescozones, poniéndose traspiés unos a otros. Todos intentando asomar la cabeza al mismo tiempo.

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Pedro Juan Gutiérrez, Trilogía sucia de La Habana, Anagrama, Barcelona 2007, p. 151-153

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