jueves, 11 de marzo de 2010

Mensajeros de la muerte

Bueno, estar ahí, me dije, era bien extraño. Quiero decir que la carpeta no contenía materiales de cosas dejadas atrás por Simón, sino las tres ramas que aún conformaban su vida, que eran la copa de su árbol, la estructura de su emoción. Recordé una escena de mi primer año en La Tempestad. Habíamos tenido clase el sábado por la mañana. A la salida se improvisó una comida en un merendero de las afueras y Simón también vino. Yo estuve mirándole hablar sin atender a lo que decía, deseando en cambio saber quién era, de que estaba hecho su armazón, eso, en fin, que todos imaginamos que sabremos cuando el cuerpo del otro palpite en nuestros brazos.
Luego abrazamos el cuerpo pero seguimos sin saber o, puede ocurrir, abrazamos y abrimos la carpeta de la vida del otro y preferiríamos no haberlo hecho, del mismo modo que preferiríamos no haber abierto nuestros viejos cajones, no haber topado con el cajetín de plástico de un cepillo de dientes, un paquete de serpentinas sin abrir, un preservativo caducado y un libro repetido que habíamos comprado para regalar: cuatro mensajeros de la muerte.

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Belén Gopegui, Tocarnos la cara, Compactos Anagrama, Barcelona 2001, p. 110

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