La belleza A es una belleza limpia, rosa, decente. Su hora del día es la mañana, su sabor el dulce, que gusta a los recién nacidos. La primera belleza que se puede reconocer, apta para menores, franca. Puede empalagar, pero nunca miente; ya avisaba desde el principio de su dulzor aburrido. Es la belleza de los cachorros, las flores abiertas, los campos a la luz del mediodía, el olor de la colonia, la bailarina dando vueltas en su cajita de música.
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La belleza E es la belleza que sólo algunos ojos pueden detectar. Pasada de moda o futurista. Demasiado cotidiana o demasiado exótica para ser reconocida en un primer golpe de vista. Es una belleza que se infiltra en la voluntad secretamente.
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La belleza I es la belleza de lo llamativo. Pavos reales, monos albinos, tartas de boda y adornos tribales. Su sabor es el picante. Es una belleza difícil de ignorar por los sentidos, pero el corazón previene contra ella.
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La belleza O es la que guarda un misterio. Hay que mirarla con unos ojos que están en las tripas. Hay que hacer un pacto con los sentidos. Es la belleza de la contradicción. El murciélago, animal del aire y de lo subterráneo, ciego, como Plutón. La serpiente, unas veces el mal, otras, la sabiduría; símbolo de la medicina y la curación.
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La belleza U es la que por hábito o piedad se encuentra en lo mediocre o en lo sencillamente feo. Todo objeto compite por el amor de los ojos del mundo, y cada uno tiene su recurso. Los objetos con belleza A, su luz, los objetos con belleza E, su sombra. Los I, su estrépito. Los O, su resistencia. Hay otros objetos que no luchan, sino que piden auxilio. Los perros salchicha, con sus grandes ojos. Los niños pobres, con sus grandes ojos, el tío feo a quien no quiere nadie, con sus grandes ojos. Las causas perdidas.
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Tomado de: Rebeca Tabales, Eres bella y brutal
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