viernes, 26 de agosto de 2011

Leandro en la torre

Las horas del día no me bastaban: nunca terminaba de nadar, de remar, de pescar, de comer chocolate, de pintar con los colores de mi caja negra de acuarelas. Obtuve premios en el colegio, pero soy desobediente. Imito a las personas, como los monos. Imito hasta para escribir. Empleo simultáneamente la primera y la tercera persona como algunos escritores notables. Mis padres tienen muchos libros. A veces no entiendo lo que escribo, de tan bien escrito que está, pero siempre adivino lo que quise decir. Subrayaré las palabras que no entiendo. Alguien me dijo una vez, y sospecho que fue el Diablo: "Los grandes escritores son los que no entienden lo que escriben; los otros valen poco".
[...]
Un papel blanco se había quedado en el suelo, y ahí mismo se puso a dibujar con ansiedad. ¿Por qué no recordaba claramente a su madre, si la había querido tanto durante tantos días, si la había mirado hasta dormirse de tanto mirarla? Dibujó mil bocas tratando de recordar la de su madre, mil peinados tratando de recordar el de su madre, mil narices, mil orejas, mil cuellos, mil ojos, mil manos. Si lograba retratarla fielmente, tendría la seguridad de verla aparecer de pronto.
[...]
Amada Ifigenia:
Para no perderla, me puse la pulsera que voy a regalarte; con esto sabrás que desde que te fuiste no hago otra cosa que pensar en tus ojos, tan iguales al color de la pulsera. Qué vacío me parece ahora el mundo sin tus palabras, con la soledad de la torre, con el silencio de sus ventanas. Haberte conocido aquí me parece estar en el cine. Siento al moverme que estoy en un dibujo animado, lleno de nostalgia. No he comido ningún postre desde que te fuiste; todos me parecen iguales, con el mismo adorno, con el mismo gusto a lágrimas, con la misma consistencia. Tigre se fue, siguiéndote; si pudiera, yo lo imitaría como un perro. Cuando sea grande, si me caso con vos, dirigiré un jardin zoológico, con animales amaestrados, y me ayudarás a enseñarles el ABC de las pruebas. Todos los ejercicios tendrán música de fondo y cuando me devuelvan el automóvil te llevaré por todo el mundo en una casa rodante, donde dormiremos y comeremos. En cada pueblo haremos una representación con todos los animales. No llevaremos una carpa, ya que la casa rodante sera nuestro refugio. ¿Qué te parece?
¿Con quién te mandaré esta carta? Muchas cosas parecen imposibles, pero se cumplen si uno lo desea mucho. Encontraré el modo de hacerla llegar a tus manos, aunque no aparezca una paloma mensajera o un helicóptero que lleve mis cartas.
Espero tu contestación ansiosamente y quedo rendido a tus pies. Acepta la pulsera del color de tus ojos.
Leandro

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Silvina Ocampo, La torre sin fin, Editorial Sudamericana, Buenos Aires 2007, pag. 21-22, 54, 93-95

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